DEL CONOCIMIENTO DE SI MISMO Y DE LA GRACIA

DEL CONOCIMIENTO DE SI MISMO
Y DE LA GRACIA

por Juan de Valdés


Cuanto más profundamente me pongo a considerar el beneficio de Cristo, considerando cómo Él está en todos y sobre todos los que le aceptan, tanto más me maravillo de que todos los hombres no corran en pos de Él, y no le abracen y pongan en sus corazones; cuando se les ha ofrecido como don la remisión de pecados y la reconciliación con Dios, y por consiguiente la inmortalidad y vida con Cristo.

Y habiéndome puesto muchas veces a considerar, de dónde puede provenir el que no acepten esta singularísima gracia todos los que de ella tienen noticia, he entendido que proviene del no conocer al hombre, ni a sí mismo, ni a Dios.

Y en efecto acontece que, no conociendo el hombre en sí la impiedad ni la malignidad ni la rebeldía, que le son naturales por el pecado original, no desconfía de sí mismo, ni de poder por sí mismo satisfacer a Dios, ni de ser justo delante de Dios. Asimismo acontece que, como el hombre no conoce en Dios la bondad ni la misericordia ni la fidelidad, no se fía de Dios, y así no se puede persuadir, ni asegurar en su ánimo, de que le pertenezca la justicia de Cristo, de que por lo que padeció Cristo, Dios lo acepta a él por justo. Y si el hombre se conociese, considerándose impío, maligno y rebelde, no solamente por sí, sino por ser -como es- hijo de Adam, desconfiaría de sí mismo, de poderse justificar por sí; y si conociese a Dios, conociendo en Él bondad, misericordia y fidelidad, fácilmente se fiaría de Él aceptando el perdón que le ofrece el Evangelio, y tanto más cuanto que conociéndose a sí mismo, no le parecería muy extraño que Dios le perdonase, sin propio mérito suyo, los males e inconvenientes en los cuales se conoce caído.

De donde entiendo, que así como es imposible que el hombre, no conociéndose a sí mismo ni conociendo a Dios, acepte la gracia del Evangelio y se asegure con ella; así es imposible que el hombre, conociéndose a sí mismo y conociendo a Dios, pretenda ni piense justificarse por sus propias obras; ni por esquivar las malas, ni por aplicarse a las buenas.

Y si uno me dijere: -¿pues, cómo los santos hebreos, que se conocían a sí mismos y conocían a Dios, pretendían justificarse con los sacrificios que la Ley manda? Le responderé que los santos hebreos no constituían sus justificaciones en sus sacrificios, sino en la palabra de Dios, que les prometía perdonarles, haciendo ellos aquellos sacrificios. Y aquí entiendo que era mucho más difícil a los santos hebreos, porque se conocían a sí mismos y conocían a Dios, el reducirse a tenerse por justos sacrificando; y que no lo es tanto a los santos cristianos, que se conocen a sí mismos y conocen a Dios, el reducirse a tenerse por justos creyendo y aceptando la gracia del Evangelio. Por cuanto es ciertísimo que los santos hebreos, sacrificando, conocían que daban a Dios lo que ellos mismos, por inclinación suya natural, se complacían darle; y sabían que de por sí aquello no agradaba ni satisfacía a Dios, como consta por muchas cosas que leemos en la santa Escritura antigua, y particularmente en los Salmos y en Isaías. Y por cuanto es ciertísimo también que los santos cristianos, creyendo, conocen que dan a Dios lo que por su inclinación natural no querrían darle, y de lo que Dios se agrada y quiere que le sea dado, como consta por toda la santa Escritura nueva.

Por lo que resuelvo, que los hombres que en el tiempo del Evangelio pretenden justificarse obrando (esto es: con sus obras), dan testimonio de que no se conocen a sí mismos, ni conocen a Dios; que los que pretenden ser justos, creyendo, dan testimonio de que se conocen a sí mismos, y conocen a Dios.

En este discurso aprendo, entre otras, dos cosas importantísimas: la primera es que, puesto que es cierto que ya Dios no pide a los hombres que sacrifiquen, pidiéndoles asimismo que crean, que acepten la gracia, la remisión de los pecados y la reconciliación con Dios que les ofrece el Evangelio, mostrándoles cómo habiendo puesto Dios en Cristo los pecados de todos los hombres, en Él los ha castigado todos, quedando satisfecha su justicia; el hombre, por pecador y malo que sea, que no se tuviere por perdonado y por reconciliado con Dios, y así por justo; por el hecho mismo, dará testimonio de que no conoce a Dios, puesto que no se fía de Su palabra, y de que no conoce a CRISTO, puesto que no está seguro de que es justo en CRISTO. Y si este tal hombre pretendiere justificarse obrando, dará testimonio de que desconoce la inclinación natural del hombre. De manera que, o debo yo conocerme justo en CRISTO, aunque yo me conozco pecador en mí, o debo negar lo que afirma el Evangelio: que en Cristo Dios ha castigado las iniquidades y los pecados de todos los hombres, y los míos con ellos; o soy constreñido a decir, que Dios es injusto, castigando dos veces los pecados, una en Cristo, y otra en mí; y porque decir esto sería impiedad, y negar lo otro sería incredulidad, queda solo que yo me esfuerce a tenerme por perdonado y reconciliado con Dios, y así, por justo en CRISTO, sometiendo la luz natural a la luz espiritual.

La segunda cosa que aprendo es que, siendo cierto que la imposibilidad que el hombre tiene de aceptar este santo Evangelio de Cristo proviene del no conocerse el hombre a sí mismo ni conocer a Dios, a todo hombre le corresponde aplicarse muy de veras a conocerse a sí mismo y a su inclinación natural, tomándola desde Adam; y a conocer a Dios, tomando por principal aplicación la continua comunión y deseo en Cristo, rogando afectuosamente y fervientemente a Dios que le abra los ojos, de manera que llegue a estos conocimientos, y rogándole, que si ha empezado a abrírselos se los abra cada día más.

Y de este modo, si no hubiere comenzado a aceptar el santo Evangelio de CRISTO, yéndose quitando la imposibilidad, lo comenzará a aceptar; y si hubiese empezado a aceptarlo, habiéndosele quitado la dificultad que hallaba en recibirlo, lo aceptará más y mejor, siendo eficaz la fe en Él para mortificarle y vivificarle, con las cuales cosas se confirma en nosotros la fe cristiana, la cual es fundamento de esta divinísima confesión de Pedro, cuando dijo a Cristo: «Tu eres el Cristo, el hijo del Dios vivificador».

A Él sea gloria por siempre. Amén.

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