Diseño inteligente, ¿apariencia o realidad?
Diseño inteligente, ¿apariencia o realidad?
Escrito por Antonio Cruz, Doctor en Biología | |
La biología experimentó durante el pasado siglo XX tres grandes revoluciones. La primera fue la revolución darwiniana, que introdujo en la ciencia la creencia del origen único de todos los seres vivientes, incluido el propio hombre. Se empezó a aceptar que la complejidad y el aparente diseño de todo lo vivo se debía sólo a las leyes de la evolución que actuaron al azar sobre la materia simple y desordenada. La segunda revolución vino provocada por el descubrimiento del ADN como molécula poseedora de la información genética de los organismos. Y la tercera, que en mi opinión se opone a la primera, es la revolución que supone el descubrimiento de la universalidad del diseño genético de los animales. Hoy se ha hecho evidente que todos los habitantes de este planeta presentan un plan original escrito en sus genes, minuciosamente concebido para que sean como son y puedan sobrevivir en el medio que lo hacen o adaptarse a otro, si es que las condiciones lo requieren. Frente al azar propuesto por la primera revolución, se alza el diseño que viene de la mano de la tercera. Uno de los pensadores que desarrollaron el argumento acerca del diseño inteligente que evidencia la naturaleza, fue el teólogo protestante y filósofo inglés del siglo XVIII, William Paley (1743-1805) en su Teología natural. En el párrafo inicial de dicha obra escribió las siguientes palabras: “Supongamos que, al cruzar un brezal, mi pie tropezara con una piedra, y me preguntaran cómo llegó la piedra a estar allí; yo podría responder que, según mis conocimientos, la piedra pudo haber estado allí desde siempre; y quizá no fuera muy fácil demostrar lo absurdo de dicha respuesta. Pero supongamos que encontrara un reloj en el suelo, y me preguntaran cómo apareció el reloj en ese lugar; ni se me ocurriría la respuesta que había dado antes, y no diría que el reloj pudo haber estado ahí desde siempre. ¿Pero por qué esta respuesta no serviría para el reloj como para la piedra, por qué no es admisible en el segundo caso como en el primero? Pues por lo siguiente: cuando inspeccionamos el reloj, percibimos algo que no podemos descubrir en la piedra, que sus diversas partes están enmarcadas y unidas con un propósito, es decir, que fueron formadas y ajustadas para producir movimiento, y que ese movimiento se regula para indicar la hora del día; que si las diferentes partes hubieran tenido una forma diferente de la que tienen, o hubieran sido colocadas de otro modo o en otro orden, ningún movimiento se habría realizado en esa máquina, o ninguno que respondiera al uso que ahora tiene. [...] Observando este mecanismo, se requiere un examen del instrumento, y quizás un conocimiento previo del tema, para percibirlo y entenderlo; pero una vez observado y comprendido, como decíamos, es inevitable la inferencia de que el reloj debe tener un creador, que tiene que haber existido, en algún momento y lugar, un artífice o artífices que lo formaron para el propósito que actualmente sirve, que comprendió su construcción y diseñó su uso” (Behe, 1999, La caja negra de Darwin: 261-262). Paley concluyó de este razonamiento que, de la misma manera, los seres vivos que pueblan la Tierra son altamente complejos y, por tanto, demandan la existencia de un Creador que los haya planificado. Fue muy criticado por culpa de las exageraciones que empleó en algunos de sus argumentos pero, en mi opinión, en éste del reloj jamás ha podido ser refutado. Ni Darwin ni ninguno de sus seguidores hasta hoy han sido capaces de explicar cómo es posible que un sistema tan complejo como un reloj (irreductiblemente complejo según Behe), se haya podido originar sin la intervención de un relojero que lo diseñara. Sin embargo, hubo serios intentos de rebatirlo, como el del filósofo David Hume, quien arguyó que el argumento del diseño no era válido porque comparaba dos cosas que, en su opinión, no se podían comparar: una máquina y un organismo biológico. Es verdad que en aquella época no se podían comparar. No obstante, los avances de la bioquímica se han encargado de demostrar que Hume no tenía razón. Hoy se sabe que ciertos mecanismos biológicos son capaces de medir el tiempo como si fueran relojes. Las células que controlan los latidos del corazón, el sistema hormonal que es capaz de iniciar la pubertad o la menopausia, las proteínas que ordenan a las células cuándo se tienen que dividir, y otros similares indican que la analogía entre un organismo viviente y un reloj no es tan disparatada. Además muchos de los componentes bioquímicos de la célula actúan como engranajes, cadenas flexibles, cojinetes o rotores similares a los que tienen los relojes. Los mecanismos de realimentación que se emplean en relojería también se dan en bioquímica. Incluso es posible que en el futuro se pueda llegar a diseñar relojes mediante materiales exclusivamente biológicos. Por tanto, la crítica de Hume ha quedado anticuada y ha sido descartada por los descubrimientos de la bioquímica moderna. Otro argumento contrario al diseño inteligente es el de la imperfección. Si hay -se dice- un Creador sabio que diseñó la vida en este planeta, entonces debió hacerlo todo de manera perfecta, ¿por qué pues existen las imperfecciones? ¿Por qué posee el ojo humano un punto ciego? ¿A qué se debe el derroche de tantos genes sin función como existen en el ADN? ¿Por qué hay órganos rudimentarios que no tienen función? ¿No encaja todo esto mucho mejor con la selección natural al azar que con una planificación inteligente? Este presuntuoso razonamiento se basa en la equivocación de creer que se conoce la mente o los motivos del Creador. Si algo no concuerda con la concepción humana de cómo deberían ser las cosas, entonces se concluye que no puede existir tal proyectista original. Sin embargo, es posible recurrir aquí a una analogía entre el diseñador por excelencia y los padres humanos. Piénsese, por ejemplo, en la educación de los hijos. ¿Otorgan siempre los padres a sus pequeños todo aquello que éstos les piden? ¿No hay muchos progenitores que niegan a sus descendientes los mejores juguetes, o los más caros y sofisticados, con el fin de no malcriarlos o de que aprendan a valorar el dinero? A veces, lo mejor no es lo más conveniente. El argumento de la imperfección pasa por alto el hecho de que el Creador pudo tener muchas razones para hacer las cosas como las hizo y que aquello que en la actualidad se considera como óptimo, no tenía por qué serlo también en los planes del diseñador. Pretender realizar un análisis psicológico del Creador que revele los motivos de su actitud es una tarea muy arriesgada, a no ser que él mismo manifestara su finalidad. También es posible que muchas de las imperfecciones que existen actualmente en el mundo natural no hayan sido diseñadas así desde el principio, sino que se deban a degeneraciones genéticas provocadas por los cambios y la influencia del medio ambiente. El argumento que supone que un Creador sabio habría hecho el ojo de los animales vertebrados sin punto ciego y que, por tanto, lo más razonable sería creer que éste fuera el producto de la evolución darwiniana no dirigida, se basa en un sentimiento emocional de cómo deberían ser las cosas y no en el rigor científico. Pues, lo cierto es que cuando se analiza a fondo la bibliografía especializada, no se descubren pruebas que demuestren cómo es posible que la selección natural, actuando sobre las mutaciones al azar, sea capaz de originar uno ojo con su punto ciego o cualquier otro órgano irreductiblemente complejo. “Un observador más objetivo sólo llegaría a la conclusión de que el ojo de los vertebrados no fue diseñado por una persona a quien le impresionara el argumento de la imperfección” (Behe, 1999: 277). Tampoco la existencia de los órganos vestigiales, (como los ojos rudimentarios de los insectos cavernícolas o de algunos topos que viven siempre en la oscuridad, las pequeñas patas de ciertos lagartos parecidos a serpientes, la pelvis reducida de las ballenas o la existencia de seudogenes) es capaz de destruir el argumento del diseño inteligente. El hecho de que no se haya descubierto todavía la función de una determinada estructura no significa que carezca de ella. Antes se pensaba, por ejemplo, que las amígdalas no servían para nada. Hoy se sabe que poseen una función importante dentro del sistema inmunitario. Lo mismo puede decirse del apéndice cecal en el intestino, que es un órgano linfoide que participa también en la producción de defensas contra las infecciones. La lista con más de 200 órganos humanos considerados rudimentarios a principios del siglo XX, se ha ido reduciendo hasta prácticamente desaparecer ya que se ha descubierto que cada uno de ellos cumple con alguna función útil por reducida que sea. Se ha señalado que la pelvis en las ballenas hace posible la erección del pene en el macho y contribuye a la contracción de la vagina en la hembra. Parece que los seudogenes no forman proteínas, pero deducir de esto que no sirven para nada es una conjetura arriesgada y prematura que se basa en suposiciones. Más adelante veremos que sí tienen una importante misión. Pero incluso aunque carecieran de alguna función, esto tampoco explicaría cómo se habrían podido producir por selección natural. De todo ello puede deducirse que el argumento de la imperfección es incapaz de refutar la creencia en un Creador original. Lo que está ocurriendo actualmente es que la teoría del diseño inteligente que se opone al darwinismo, está cobrando cada vez más adeptos en el estamento científico. Son ya bastantes los estudiosos de prestigio que se han quejado de los planteamientos propuestos por el evolucionismo darwinista que parecen conducir inevitablemente a un callejón sin salida para sus investigaciones. En este sentido el profesor Chauvin confiesa al principio de su obra: “Somos personas centradas en la práctica, con los pies en el suelo: lo que nos interesa de una teoría es que sea eficaz, que inspire experimentos. Ahora bien (y ya estoy oyendo chillar a algunos fanáticos), ¿reúne el darwinismo todavía estas condiciones? Es innegable que el darwinismo le ha dado un gran impulso a la biología, ¿pero puede Darwin todavía aportarnos algo? Creo que no, y no solo porque se hayan proferido demasiados disparates y errores en su nombre. [...] Me parece que desde hace años la convicción de que el darwinismo era la respuesta definitiva ha paralizado la investigación en otras direcciones; [...] hoy día no tenemos ninguna alternativa al darwinismo, salvo la de buscar una nueva teoría, cosa que hasta ahora no se ha intentado seriamente” (Chauvin, 2000, Darwinismo, el fin de un mito: 14). Sin embargo, casi al final de su libro propone la siguiente idea: “Planteo la hipótesis de que podría haber dos programas, el de la doble hélice primero, relativamente a corto plazo, y otro programa a muy largo plazo, situado sin duda en el citoplasma, y del cual dependería la auténtica evolución de las especies. Esta hipótesis, en apariencia gratuita, podría desembocar en experimentos interesantes” (Chauvin, 2000: 281). Rémy Chauvin está convencido de que las especies han evolucionado, pero no mediante los mecanismos que propone el darwinismo sino por medio de algún programa todavía desconocido que debe estar escrito en el interior de las células. Pero si esto es así, la existencia de un programa requiere también la de un diseñador. Según sus propias palabras: “...no seamos hipócritas: cierto es que todo programa supone la existencia de un programador, y ninguna acrobacia dialéctica puede llevarnos a esquivar esta dificultad”. De manera que la teoría de un diseño inteligente puede convertirse en un nuevo paradigma científico capaz de revolucionar la ciencia en el tercer milenio. A partir de ahora, si se abandonan los principios de Darwin, quizá será posible plantear experimentos que permitan demostrar qué sistemas biológicos fueron diseñados originalmente por el Creador y qué otros pudieron aparecer por mecanismos derivados de esa primera planificación. La aceptación del diseño inteligente será sin duda capaz de hacer avanzar el conocimiento científico de los orígenes, tema que durante muchos años ha permanecido prácticamente estéril. Esto no significa que, de repente, todos los científicos tengan que volverse creyentes en el Dios de la Biblia (¡ojalá fuera así!), sino que de la misma manera en que es posible estudiar un meteorito que hace miles de años impactó con el planeta, analizando los elementos químicos que dejó esparcidos en un determinado lugar de la superficie terrestre, también resulta posible para la ciencia comprobar los efectos que un diseñador inteligente dejó patentes en los organismos vivos. Es cierto que ninguna teoría científica puede imponer la creencia en Dios por la fuerza de la razón. La detección del diseño en el mundo natural no es capaz de facilitar información acerca del carácter del diseñador. Los investigadores ateos o agnósticos seguramente continuarán creyendo que la inteligencia creadora surgió de misteriosos alienígenas, que sembraron la Tierra con esporas vitales en una “panspermia dirigida” (lo cual no hace sino retrasar el problema del origen de la vida), o en cualquier otra hipótesis, mientras que los creyentes, como es obvio, preferiremos aceptar que el diseñador fue el Dios personal que se revela en la Escritura. Pero, a pesar de que la identidad del diseñador es ignorada por la ciencia, lo cierto es que ésta se abre por completo a la necesidad de su existencia. La gran revolución que debe asumir la comunidad científica en el siglo XXI es que la vida no procede de simples leyes naturales como se pensaba hasta ahora, sino de un diseño realizado por un agente inteligente. Y para los cristianos, desde la perspectiva de la fe, tal agente seguirá siendo el Dios de la Biblia. La censura al argumento del diseño se ha fundamentado, durante más de un siglo, en la teoría darwinista de la selección natural. Según ella todos los seres vivos de este planeta habrían surgido por medio de la combinación del azar y la poderosa selección natural. Aunque pudiera parecer que tales formas vivas muestran indicios de diseño o de estar orientadas hacia una finalidad concreta, lo cierto sería más bien todo lo contrario. La selección natural no hace planes de futuro, no tiene visión para anticipar las cosas, ni intenciones previas, ni diseño inteligente, ni nada de nada. Es, en cualquier caso, como un relojero ciego y sin voluntad. De ahí que, según este criterio, no resulte posible comparar un reloj con un ser vivo. Siempre me ha sorprendido la credulidad que hay que tener para aceptar tales planteamientos. ¿Cómo no ver que cuando se multiplica azar por azar sólo puede surgir más azar? ¿Acaso no es un salto de fe asumir que el producto de la casualidad de las mutaciones por la casualidad de la selección natural que actúa en el medio ambiente, sea capaz de dar lugar a estructuras tan poco azarosas o casuales como el cerebro humano? ¿Cómo se puede pensar que esto sea un hecho científico? Es evidente que la selección natural ciega se da en la naturaleza, de la misma manera que la selección artificial dirigida por el hombre se da también en las granjas y corrales, pero que sus efectos sean tan asombrosamente creativos como para producir, prácticamente de la nada, la maravillosa diversidad y el diseño de los seres vivos, es algo contrario al sentido común y a toda lógica. Incluso aunque se siga esta misma línea de razonamiento evolucionista, se llega pronto a un importante absurdo: ya que el relojero que fabricó el reloj es un ser humano y, según el darwinismo, producto también del azar y la selección natural, entonces deberíamos admitir necesariamente que su obra artesanal, el reloj, fue fabricado sin finalidad alguna, sin previsión, sin plan de futuro, ya que procede de un individuo que habría sido creado de esa forma. ¿Cómo puede un ser surgido por casualidad originar obras con finalidad? ¿Es capaz lo incausado de diseñar y ser causa de algo? ¿No resulta todo esto, en el fondo, insensato e inaceptable? La objeción evolucionista al argumento del diseño ha entrado hoy en una grave crisis ya que su principal apoyo, el mecanismo de la selección natural, se ha puesto en entredicho por parte de los propios científicos transformistas. A lo largo de la década de los setenta el paleontólogo, Stephen Jay Gould, fue uno de los primeros en perder la fe en la selección natural y en inducir también a otros a perderla. Al constatar las importantes lagunas del registro fósil y darse cuenta de que la mayoría de las especies petrificadas aparecían ya perfectamente formadas en los estratos, entendió que el gradualismo propuesto por Darwin, así como su método de la selección natural, no podían explicar los hechos. Entonces propuso otra teoría, la del equilibrio puntuado, en la que se evidenciaba su deseo de encontrar un mecanismo genético mucho más rápido que la selección natural y que no requiriera tantos fósiles intermedios como el darwinismo. Actualmente el evolucionismo esta dividido en tres bandos: los neodarwinistas ortodoxos que se mantienen fieles a la selección natural, aquellos otros que prefieren la estabilidad de las especies a lo largo de toda su existencia, tal como propone el equilibrio puntuado, pero con grandes cambios adaptativos originados, según se cree, en breves momentos y en áreas geográficas muy restringidas, y, por último, quienes conciben la evolución como una mezcla de ambos planteamientos. No obstante, esta diversidad de criterios indica que el hipotético mecanismo de la evolución sigue sumido en la más absoluta oscuridad. Hoy por hoy, las teorías de la selección natural continúan basándose en suposiciones no demostradas, pues extrapolar los resultados de experimentos que sólo han durado unos meses, a la inmensidad de los tiempos geológicos, constituye una auténtica extravagancia (Chauvin, 2000). De manera que el tradicional argumento del diseño continúa con la misma irrefutable validez que en los días de Newton, Tomás de Aquino o el mismo William Paley |
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