lunes, 25 de abril de 2011

Proceso a Darwin - Capítulo 13 El libro y sus críticos

Capítulo 13
El libro y sus críticos


E

n su libro de 1992 Dreams of a Final Theory [Sueños de una teoría definitiva], Steven Weinberg me describió como en la actualidad «el más respetable crítico académico de la evolución». No estoy seguro de que esto sea un gran cumplido en la escala de valores de Weinberg, pero estoy más interesado en la descripción que en el honor. Exactamente, ¿qué es un «crítico de la evolución», y por qué, en un mundo académico en el que se valora tanto la crítica de las opiniones establecidas, es tan insólita la crítica de la evolución?

Una cosa que no estoy haciendo es tomar partido en un conflicto entre la Biblia y la ciencia. Estoy interesado en lo que una investigación científica desprejuiciada pueda decirnos acerca de la historia de la vida, y en particular de cómo llegaron a existir los complejísimos órganos de las plantas y de los animales. Este proyecto no implica oposición a la «evolución» en todos los sentidos de este término tan manipulable. Estoy de acuerdo, por ejemplo, en que grupos interfértiles que quedan circunscritos a una isla varían a menudo con respecto a las especies continentales como resultado de crianza aislada, mutación y selección. Esto es un cambio dentro de los límites de un tipo preexistente, y no necesariamente el medio por el que los tipos vinieron a existir al principio. A un nivel más general, el patrón de relaciones entre plantas y animales sugiere que pueden haber sido producidos por algún proceso de desarrollo desde alguna fuente común. Lo que es importante no es si a ese proceso lo llamamos «evolución», sino cuánto sabemos realmente acerca del mismo.

El argumento de Proceso a Darwin es que sabemos mucho menos que lo que se pretende. En particular, no sabemos cómo los sistemas orgánicos tan inmensamente complejos de las plantas y de los animales podrían haber sido creados por procesos sin dirección inteligente y carentes de propósito, como dicen los darwinistas que tuvo que ser. La teoría de Darwin atribuye la complejidad biológica a la acumulación de micromutaciones adaptativas mediante selección natural, pero el poder creativo de este hipotético mecanismo nunca ha quedado demostrado, y los datos fósiles son incongruentes con la insistencia de que la creación biológica tuvo lugar de esta forma. Por tanto, la sección filosóficamente importante de la teoría darwinista —su mecanismo para la creación de formas complejas que antes no existían— no forma en absoluto parte de la ciencia empírica, sino que es una deducción de la filosofía naturalista. En resumen, lo que me hace «un crítico de la evolución» es que distingo entre la filosofía naturalista y la ciencia empírica, y me opongo a la primera cuando se presenta revestida de la autoridad de la segunda.

Para científicos naturalistas como Steven Weinberg, la distinción que hago entre naturalismo y ciencia es carente de sentido. En sus mentes, la ciencia es naturalismo aplicado y no puede ser otra cosa. En palabras de Weinberg: «la única manera en que cualquier clase de ciencia puede proceder es suponer que no hay intervención divina y ver hasta dónde se puede llegar con esta suposición». Se puede llegar muy lejos, desde luego, porque la ciencia juzga sus teorías por normas relativas, no absolutas, de modo que la mejor teoría naturalista actualmente disponible puede retener la posición de «conocimiento científico» incluso si se enfrenta a una gran cantidad de datos conocidos. De esta manera, Weinberg pudo defender el neodarwinismo de mi crítica sobre la base de principios generales, sin molestarse en considerar los datos mismos. Sencillamente observó que si la síntesis neodarwinista tiene problemas con algunos datos que no se amoldan a ella, no es porque sea algo no usual en la ciencia. Todo lo que significa es que «al emplear la teoría naturalista de la evolución los biólogos están trabajando con una teoría que tiene un éxito abrumador, pero que no ha terminado su tarea de explicación».

Para un grupo profesional que da por sentado el naturalismo metafísico y que intenta sólo dar explicaciones naturalistas siempre más completas, esta manera de pensar puede ser apropiada. Pero cuando se está cuestionando el proyecto naturalista mismo se precisa de una forma muy diferente de razonar. Los darwinistas nos dicen que no hay necesidad de considerar la posibilidad de que las plantas y los animales deban su existencia a un Creador sobrenatural, porque mecanismos naturales como la mutación y la selección natural fueron suficientes para llevar a cabo la obra de la creación. Yo quiero saber si esta afirmación es cierta, no sencillamente si es la mejor explicación naturalista disponible. Es indudable que los biólogos evolucionistas están consagrados a la teoría que define su campo, y es indudable que los científicos naturalistas consideran que el proyecto de explicación naturalista ha tenido un éxito abrumador. Pero los que no comparten su consagración a priori al naturalismo pueden estar sin embargo en lo cierto cuando piensan que la teoría reinante no es meramente incompleta, sino que es incongruente con los datos.

Estas cuestiones no se pueden dejar a la exclusiva competencia de una clase de expertos, porque están en juego importantes cuestiones sobre religión, filosofía y poder cultural. La tesis de la evolución naturalista no es meramente una teoría científica; es la historia oficial de la creación que promueve la cultura moderna. El sacerdocio científico autorizado para interpretar esta historia oficial de la creación consigue por ello una inmensa influencia cultural, influencia que podría perder si esta historia fuese puesta en tela de juicio. Los expertos, por tanto, tienen intereses propios para proteger esta historia, y unas imponentes reglas de razonamiento que la hacen invulnerable. Cuando los críticos preguntan: «¿Es verdaderamente cierta su teoría?», no deberíamos darnos por satisfechos con la respuesta de que «es buena ciencia, tal como definimos la ciencia».

Una persona de quien se podría haber esperado que comprendiese el papel de la filosofía y del conflicto de interés profesional en la teoría evolucionista es Stephen Jay Gould. Como bien saben los lectores de este libro, Gould ha sido en ocasiones transparente en su reconocimiento de la debilidad de la afirmación de que se dan profundas innovaciones evolutivas por medio de la acumulación de micromutaciones por medio de la selección natural, y sus descripciones del registro fósil son tan antidarwinistas como pueda ser posible. Aunque Gould es un enérgico oponente del creacionismo, es también un enemigo implacable de la sociobiología, que es el intento de aplicar la teoría darwinista a la cultura y a la conducta humana. Sus ensayos tratan frecuentemente acerca del papel que han jugado la ideología y los prejuicios personales en la historia de la ciencia, particularmente en el caso de la ciencia darwinista.

Gould ha sido incluso directo acerca de la oposición inherente entre el darwinismo y la religión teísta. Ha escrito que «antes de Darwin, creíamos que nos había creado un Dios benevolente». Pero a causa de Darwin, hemos llegado a saber que «ningún espíritu interferente contempla con amor los asuntos de la naturaleza (aunque el dios newtoniano pudo dar cuerda al reloj para poner en marcha la maquinaria al comienzo del tiempo, para dejar luego que funcionase). Ningunas fuerzas vitales impulsan el cambio evolutivo. Y pensemos lo que pensemos de Dios, su existencia no se manifiesta en los productos de la naturaleza». Si el darwinismo tuvo unas implicaciones antiteístas tan profundas, y si el crucial mecanismo darwinista para generar innovaciones complejas tiene tantos problemas ante los datos como Gould dice, entonces parece ser cosa bien razonable para los filósofos teístas poner en duda que el darwinismo sea verdad. ¿Será posible que un grupo dominante de científicos se haya entregado con tanta devoción a la filosofía naturalista que se hayan sentido demasiado fácilmente satisfechos con una tesis inadecuada de mecanismos naturalistas para la creación? Desde luego, Gould es quien mejor puede comprender por qué esta es una pregunta razonable.

¿Pero puede permitirse admitir esto? Una cosa es denunciar los prejuicios y las ideologías en la ciencia del pasado; otra muy distinta es reconocer su influencia viviente en el presente. Gould es uno de los más destacados metafísicos de la ciencia de todo el mundo, y nunca pasa por alto una oportunidad de comunicar la impresión de que la ciencia ha descubierto que el mundo está regido por el azar. Su autoridad como estrella de los medios de comunicación y gurú de la izquierda académica se basa en su capacidad de interpretar la historia darwinista con un giro igualitario. ¿Se ajustaría a sus intereses conceder que la teoría mediante la que ha conseguido su propio prestigio esté basada en algo menos seguro que unos datos intachables?

Evidentemente, no. La reseña de Gould de Proceso a Darwin ocupó cuatro páginas en el número de julio de 1992 de la revista Scientific American, y apareció más de un año después de la publicación del libro. La reseña fue una indisimulada puñalada que tenía el propósito de dar la impresión de que mi escepticismo acerca del darwinismo tenía que deberse a mi ignorancia de los hechos básicos de la biología. A este fin, Gould hizo una lista de objeciones acerca de cuestiones que nada tenían que ver con la línea principal de mi argumento,[1] e incluso invocó a su profesor de tercer curso de primaria como autoridad acerca de cómo escribir transiciones de capítulos. Nada de esto habría impresionado a nadie que hubiese leído el libro, pero la mayoría de los lectores deScientific American no lo debían haber leído, y seguramente pensarían que Gould lo estaba describiendo con precisión. Y no era probable que fuesen a oír nada en sentido contrario, porque los editores rehusaron imprimir mi respuesta y las cartas que recibieron de los lectores, de las que sé que recibieron muchas.

Bien lejos de desalentarme por este tratamiento, me sentí entusiasmado. La mayoría de los libros no son noticia después de un año de su publicación; el mío era aparentemente todavía una amenaza para merecer un ataque total por parte del darwinista más importante de América. Además, el Gould sobre el papel resultó ser mucho menos formidable que el Gould que muchos de mis colegas esperaban. Todos los que seguían la controversia daban por supuesto que Gould era el adversario más formidable con el que me podría encontrar, y muchos esperaban a ver si iba a salir con una respuesta demoledora. El hecho de que no pudiese hacer nada mejor que un ataque relámpago para después replegarse fue una admisión implícita de que no tenía respuesta a mis argumentos. Tal como me escribió un amigo bioquímico para felicitarme: «A juzgar por los alaridos de dolor desde las páginas traseras de Scientific American, creo que usted debe haber golpeado en un punto vital».

Y así era. En la única sección de su reseña en la que hizo frente a una cuestión principal y sustancial, Gould adoptó una línea que convenció a muchos en su propio bando que no estaba poniendo sus cartas sobre la mesa. Escribió diciendo que se sentía particularmente ofendido por mi «falsa y nada caritativa acusación de que los científicos actúan con falta de honradez cuando pretenden el mismo respeto para la ciencia y para la religión». Naturalmente, yo me había referido a los defensores del naturalismo científico, no a los «científicos», siendo esto último un grupo muy amplio que incluye a muchas personas que no aceptan la metafísica naturalista. Y yo no había acusado siquiera a los naturalistas científicos de no ser honrados, sino que sencillamente había señalado que lo que ellos significan por «respeto a la religión» ha de ser interpretado a la luz de su filosofía. En esta filosofía, la ciencia (es decir, el naturalismo) define la imagen objetiva de la realidad para todos; la religión contribuye juicios de valor o reacciones subjetivas a esta imagen.

En su intento de refutar mi afirmación, Gould la confirmó rotundamente. La ciencia y la religión están separadas pero tienen la misma importancia, escribió, «porque la ciencia trata de la realidad factual, mientras que la religión se debate con la moralidad humana». Esto es una recapitulación de la metafísica naturalista en pocas palabras, y su versión de «separadas pero iguales» significa aproximadamente lo mismo que la misma frase significaba en los días de la segregación racial o «desarrollo separado»: la ley del embudo. El poder para definir la «realidad factual» es el poder para gobernar la mente, y de esta manera confinar la «religión» dentro de una camisa de fuerza naturalista. Por ejemplo, un supuesto mandamiento de Dios difícilmente puede dar una base para la moralidad a no ser que Dios verdaderamente exista. Los mandamientos de una deidad imaginaria son meramente mandamientos humanos disfrazados de ley divina. La moralidad en la metafísica naturalista es un puro invento humano, como lo admitía Gould en la reseña que nos ocupa, al observar displicentemente que acerca de cuestiones de moralidad «no hay “ley natural” que espere ser descubierta “ahí fuera”.» ¿Y por qué no? La respuesta, claro, es que la metafísica naturalista relega tanto la moralidad como a Dios a un ámbito ajeno al del conocimiento científico, donde sólo se pueden encontrar creencias subjetivas.

Que la teoría darwinista es fundamentalmente incompatible con una comprensión teísta de la realidad fue abiertamente admitido por otros naturalistas científicos. La reciente reseña de David Hull en Nature insistía en que la racionalidad científica exige la adhesión al naturalismo, y que la teoría darwinista implica un Creador que habría sido derrochador, indiferente a sus criaturas y casi diabólico. Steven Weinberg se enfrentó directamente a la reseña de Gould en este punto y observó con palabras más que cautas que la mayoría de los que creen en Dios se sentirían muy sorprendidos al enterarse de que su creencia no tiene nada que ver con la realidad factual. Puedo ilustrar este extremo pidiendo a los lectores que imaginen cómo reaccionarían los darwinistas ante una sugerencia mía de que yo «respeto» su teoría como un artefacto de la creencia naturalista y que en absoluto pretendo menospreciarla cuando digo que no tiene nada que ver con la verdadera historia de la vida.

El reconocimiento más radical de las raíces filosóficas del darwinismo lo hizo Michael Ruse, autor de Darwinism Defended y testigo experto en pro de la «evolución» en el famoso juicio de Arkansas descrito en el Capítulo Nueve de este libro. Ruse participó en una conferencia sobre Proceso a Darwin patrocinada por la Foundation for Thought and Ethics [Fundación para el pensamiento y la ética] en Dallas, en la Universidad Metodista del Sudoeste en marzo de 1992. Esta conferencia fue un hito para la controversia creación/evolución en el mundo académico. Por primera vez que yo supiera participaron académicos de reputación a ambos lados para discutir la proposición crítica de que el naturalismo filosófico proporciona el soporte filosófico para la moderna síntesis evolucionista neodarwinista. La principal atracción de la conferencia fue un debate entre Ruse y yo mismo. Yo argumenté que la metafísica naturalista sobre la que se basa el darwinismo es incompatible con ningún teísmo que tenga significado; Ruse defendió la postura de que ciertas clases de teísmo pueden conciliarse con la teoría. La diferencia entre nosotros giraba probablemente acerca de si un teísmo que tenga que respetar las reglas del naturalismo científico es intelectualmente «coherente».

Como suele suceder, el verdadero impacto de este encuentro se hizo sentir un tiempo después. En febrero de 1993, Ruse hizo algunas notables concesiones en una charla en la reunión anual de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia (AAAS). El programa había sido organizado por Eugenie Scott, del Centro Nacional para la Educación Científica (NCSE), un grupo de financiación privada dedicado a proteger la educación científica de la amenaza del creacionismo. En la práctica, este proyecto involucra montar un ataque retórico contra cualquiera que ponga en duda la evolución naturalista. La línea usual de la NCSE es que todos los críticos del naturalismo son bien literalistas bíblicos confesos o encubiertos, y así fue probablemente un paso hacia la realidad que el grupo pidiese a Ruse que hablase acerca de un tema titulado «Antievolucionismo no literalista: El caso de Phillip Johnson». El objeto de este análisis no fue invitado a defenderse, pero el acto fue grabado oficialmente y recibí una copia casi inmediatamente.

Después de dedicar unos momentos al ritual de atacar a Johnson, tal como exigía el espíritu de aquella ocasión, Ruse cambió dramáticamente de tono y emprendió un profundo examen de conciencia. La conferencia de Dallas parecía haberle producido una profunda impresión. Dijo que había descubierto que tanto yo como los demás participantes eran personas muy agradables, y que pensaba que nuestras discusiones habían sido «plenamente constructivas». Principalmente habíamos hablado de metafísica y de mi posición de que la metafísica naturalista subyace a las creencias darwinistas. Ruse admitió ante su público en la AAAS: «En los diez años desde que actué, o comparecí, en el juicio creacionista de Arkansas, he de decir que yo mismo he estado derivando hacia esta postura.» Aunque sigue siendo tan evolucionista como siempre, Ruse reconoce ahora «que el lado científico tiene ciertas presuposiciones metafísicas incorporadas en la actividad científica, lo cual —y puede que no sea bueno admitirlo ante un tribunal— creo sinceramente que esto deberíamos admitirlo».

Me han dicho que el público recibió estas observaciones con un silencio anonadado, indicando que sentían las consecuencias políticas que podrían derivarse de esta línea de razonamiento. La reacción entre los darwinistas ante la perspectiva de admitir que ellos hacen presuposiciones metafísicas se indica en el título del comentario del zoólogo Arthur Shapiro en el siguiente número de NCSE Reports: «Did Michael Ruse Give Away the Store? [¿Es que Michael Ruse destapó el pastel?]» Shapiro, que también había participado en la conferencia de Dallas, rebatía la postura de sus colegas que habían contestado a la pregunta en sentido afirmativo. Él creía que Ruse «simplemente había incomodado a aquellos practicantes de la ciencia que se creen de verdad la autojustificadora propaganda positivista sobre la objetividad final». Shapiro dijo, en itálicas: «Naturalmente que hay un núcleo irreductible de presuposiciones ideológicas que subyacen a la ciencia», pero añadía que estas presuposiciones «no deslegitiman la potencial existencia de entidades más allá del alcance de la ciencia». Concluía que «el darwinismo es una preferencia filosófica, si por ello significamos que escogemos discutir el universo material en términos de procesos materiales accesibles por operaciones materiales. Podríamos escoger contemplar una nube de tormenta y explicarla diciendo que “los dioses están airados”. Apostad».

Las observaciones de Shapiro ilustran un malentendido acerca del teísmo que está profundamente arraigado en la mentalidad naturalista, y que explica por qué los reconocimientos formales de los «límites de la ciencia» se tienen que interpretar tan cuidadosamente como las declaraciones naturalistas de «respeto a la religión». Para los naturalistas científicos, el reconocimiento de una realidad sobrenatural no es más que superstición, y por ello un abandono de la ciencia. Para los teístas, en cambio, el reconocimiento de una Mente sobrenatural a cuya imagen hemos sido creados es la base metafísica esencial para nuestra confianza de que el cosmos es racional y hasta cierto punto comprensible. Los naturalistas científicos insisten, paradójicamente, en que el cosmos puede ser comprendido por una mente racional sólo si no fue creado por una mente racional. (Con este tipo de razonamientos, un ordenador habría de ser una caja negra impenetrable.) Lo que nos dice este grotesco malentendido tanto de la teología como de la historia de la ciencia es que el mundo científico está impregnado de mala filosofía, especialmente si consideramos que el nivel de malentendido por parte de Shapiro es muy avanzado respecto al de sus muchos colegas, que siguen repitiendo como loros «la autojustificadora propaganda positivista sobre la objetividad final».

Espero que sea pronto posible convocar una conferencia de científicos y filósofos destacados para proseguir la discusión acerca de las presuposiciones ideológicas que influyentes científicos están decididos a imponer no sólo dentro de sus propias disciplinas, sino —por medio de la educación pública— sobre la cultura en general. Evidentemente, una gran cantidad de profesores de ciencia esperan que los teístas se contentarán con la fórmula de Gould de «separadas pero iguales», donde la ciencia naturalista asume como su parte todo el ámbito de la realidad. Otros, como Steven Weinberg, afirman más agresivamente que la metafísica naturalista desacredita las «creencias irracionales», refiriéndose de manera especial a la religión sobrenatural. Algunas voces influyentes creen que la mejor estrategia es reconocer los principios metafísicos del naturalismo científico y defenderlos; otros temen que esto sería destapar el pastel y planean seguir presentando la evolución naturalista como un «hecho» exento de valores. Parece que se necesita una cierta clarificación, y también una cierta discusión acerca de si es apropiado movilizar la educación científica para la tarea de vender una cosmovisión.

Michael Ruse no es el único darwinista destacado que está enfrentándose cara a cara con las graves cuestiones filosóficas en juego después de haber primero descartado mi argumento como digno de una consideración seria. William Provine escribió una respuesta mordaz a mi artículo «Evolution as Dogma [La evolución como dogma]» en First Things, pero luego aceptó que tenemos un punto importante en común. En sus palabras, ambos pensamos que «destacados evolucionistas se han unido a igualmente destacados teólogos y líderes religiosos para esconder debajo de la alfombra las incompatibilidades de la evolución y de la religión [teísta], y ambos deploramos profundamente esta estrategia». Un año después de la aparición de Darwin on Trial, y después que Provine y yo nos hubiésemos encontrado en un amistoso debate, el área de acuerdo pareció expandirse. Provine enseña un curso de biología evolutiva en la Universidad de Cornell a más de cuatrocientos estudiantes, y les mandó a todos que leyeran mi libro y que escribiesen un trabajo de fin de curso sobre el mismo. Me buscó en Berkeley para un memorable desayuno de debate y me invitó a Cornell aquel otoño como orador invitado a su curso y para pasar un día entero discutiendo el tema con los estudiantes y los profesores auxiliares graduados. Fui, y la experiencia fue un éxito, y acordamos repetirla el siguiente otoño. Provine y yo nos hemos hecho adversarios muy amigos, porque nuestro acuerdo acerca de cómo definir la cuestión es más importante que nuestro desacuerdo acerca de cómo responder a ella.

Mi meta primordial al escribir Proceso a Darwin fue legitimar la aserción de una visión teísta del mundo en las universidades seculares. Dos años después de la publicación se ha hecho un enorme progreso hacia la consecución de esta meta. Al visitar universidades, encuentro más y más que influyentes científicos, filósofos e historiadores de la ciencia están dispuestos e incluso deseosos de tratar estas cuestiones. Se han dado cuenta de que es posible una discusión racional acerca del naturalismo científico, y algunos han comenzado a interrogarse si la exclusión de la perspectiva teísta de la ciencia es inevitable o justificada. Incluso está extendiéndose el mensaje de que es divertido desafiar el secreto tabú del modernismo mismo, en un marco que permita un análisis razonado y no un mero choque de posiciones partidistas. Quedé en particular complacido con el profesor de antropología de la Universidad Metodista del Sudoeste, Ronald Wetherington, que dirigió la organización de un coloquio un año después del simposio en el que habíamos debatido Ruse y yo. Wetherington recopiló un «memorándum de discusión» recapitulando nuestros puntos de acuerdo y de desacuerdo, y lo pusimos a disposición de todos los asistentes. Este tipo de preparación es esencial en nuestras universidades, donde tantos estudiantes y profesores están tan totalmente imbuidos de presuposiciones naturalistas que encuentran difícil seguir una discusión que no da estas presuposiciones por sentadas.

Mis colegas seculares suponen generalmente que un libro que desafía la columna central del naturalismo científico tiene que haber sido recibido con entusiasmo en el mundo cristiano. Es cierto que muchos lectores cristianos están entusiasmados, pero también los hay muchos con serias reservas. Hay una gama muy amplia de opiniones entre los cristianos acerca de la evolución, desde los científicos creacionistas de la «tierra reciente» hasta los teólogos liberales que abrazan entusiasmados la evolución naturalista. Un grupo con el que he estado particularmente implicado en discusiones y debates se compone de los profesores cristianos de ciencia y filosofía que intentan acomodar la ciencia y la religión abrazando la «evolución teísta». Críticos que pertenecen a esta categoría incluyen William Hasker, Nancey Murphy, Howard Van Till y Owen Gingerich.

Un mosaico de la crítica de Proceso a Darwin desde la perspectiva evolucionista teísta incluiría los siguientes puntos principales: (1) Johnson no distingue entre la teoría científica de la evolución, que los cristianos pueden y deberían respetar como ciencia, y los excesos filosóficos de ciertos destacados científicos (p.e., Carl Sagan y Richard Dawkins) que manipulan la teoría para sustentar el ateísmo. (2) Los científicos como tales pueden no reconocer ningún papel para Dios en la evolución, pero ello se debe sólo a que por su misma naturaleza la ciencia está comprometida con el ateísmo metodológico, y no debido a que los científicos estén necesariamente promoviendo el ateísmo como visión del mundo. (3) Lo cierto es que es un grave error insertar a Dios en relatos científicos de (por ejemplo) el origen de la vida, porque esto crea a un «Dios de los agujeros», que inevitablemente irá siendo dejado de lado al ir avanzando el conocimiento científico. (4) En todo caso, Johnson exagera los fallos de la teoría científica de la evolución, quizá porque es un abogado. Insiste en prueba absoluta, cuando el razonamiento científico demanda sólo que una teoría sea más fuerte que sus rivales. (5) Por cuanto Johnson no ha dado una teoría alternativa, su crítica fracasa frente a las reglas generalmente aplicadas en la ciencia.

Los lectores probablemente se habrán dado cuenta que estas observaciones son en general similares a las que hacen los naturalistas científicos. He respondido a los evolucionistas teístas en varios artículos de revistas y en respuestas a reseñas, y especialmente en mi ensayo «¿Creador o Relojero Ciego?» en el número de enero de 1993 de First Things. El argumento central es que definir la cuestión como si «evolución» es «buena ciencia» es permitir que las categorías naturalistas definan los términos del debate y por ello controlar su resultado. «Evolución» significa el modesto conocimiento que la ciencia realmente ha conseguido acerca de cómo varían los organismos, y también la vasta historia naturalista de la creación, acerca de cómo las mutaciones y la selección llevaron la vida a su actual complejidad. ¿Admites o niegas el «hecho de la evolución»? Niégalo, y parecerá que estés negando que las especies de las islas varían respecto a sus antecesores continentales, o que los criadores de perros hayan producido San Bernardos y dachsunds de una raza ancestral. Admítelo, y se entenderá que has admitido, sin apoyo de ningún dato, que una bacteria ancestral cambió mediante una inmensa serie de pasos adaptativos carentes de propósito hasta producir los actuales seres, ballenas, humanos, insectos y flores. Si se supone que «evolución» es un solo proceso, entonces admitir cualquiera de sus aspectos es admitir la historia entera.

Esta manipulación verbal tiene poder incluso sobre mentes instruidas —o quizá debería decir, especialmente sobre las mentes que han sido instruidas a aceptarla como «pensamiento científico». Así, Owen Gingerich cita las aves no voladoras de Hawai como evidencia de «evolución», como si razonando que un proceso que puede privar del poder del vuelo puede también crear este poder. Asistí a una conferencia de un profesor de genética evolucionista teísta acerca de «El Futuro de la Evolución Humana» —que trataba enteramente de enfermedades genéticas como la idiocia amaurótica y la fibrosis cística. Howard Van Till declara enérgicamente que conceptos como «continuidad genealógica» y una «economía creacional sin discontinuidades» son consistentes con las posturas de reverendos padres de la iglesia como Agustín. Y lo son; pero la interpretación plenamente naturalista de la historia de la vida que incorpora el establecimiento científico contemporáneo en el término «evolución» es cosa muy distinta.

La experiencia con este uso continuo de una terminología imprecisa para enturbiar las cuestiones me llevó a introducir una terminología más precisa que ayudaría a los lectores y al público en las conferencias a comprender los extremos realmente importantes de la evolución darwiniana. Comenzando con conferencias a principios de 1992, puse cuidado en evitar el término «evolución» y describí la doctrina central del darwinismo como «la tesis del relojero ciego», como el título del famoso libro de Richard Dawkins. Dawkins expuso la cuestión con una espléndida claridad. «La biología» escribió él, «es el estudio de cosas complicadas que dan la apariencia de haber sido diseñadas con un propósito.» Esta apariencia, a decir de Dawkins, es engañosa, porque de hecho sus causas fueron las fuerzas sin propósito de las mutaciones y de la selección. «La selección natural es un relojero ciego, ciego porque no ve más adelante, no planifica consecuencias, no tiene propósitos a la vista. Pero los resultados vivientes de la selección natural nos impactan de manera abrumadora con la apariencia de designio como si fuese de un maestro relojero, nos impactan con la ilusión de designio y de planificación.»

La metafísica y la ciencia están inseparablemente entrelazadas en la tesis del relojero ciego. Creo que la mayoría de los evolucionistas teístas aceptan como científica la pretensión que la selección natural llevó a cabo la creación, pero les gustaría rechazar la doctrina metafísica concomitante de que la comprensión científica de la evolución excluye el designio y el propósito. El problema con esta manera de dividir las cosas es que la declaración metafísica no es un mero adorno, sino la base esencial para la afirmación científica. Esto se debe a que el poder creativo de las mutaciones y de la selección nunca se demuestra directamente; más bien, se considera que existe necesariamente, debido a la ausencia de una mejor alternativa. En cambio, si Dios existe, y tiene poder para crear, no hay necesidad de que exista ningún mecanismo de relojero ciego —y la ausencia de evidencia de que realmente exista tal relojero ciego es digna de mención.

He descubierto que es muy difícil conseguir que los evolucionistas teístas discutan la tesis del relojero ciego. Prefieren hablar vagamente de «evolución» y consolarse con el pensamiento de que este término puede ser definido en formas no totalmente naturalistas. Detrás de esta renuencia a definir con claridad las cuestiones filosóficas subyace una cuestión mucho más importante. ¿Deberían los teístas (cristianos u otros) intentar competir con los naturalistas científicos en la tarea de describir la realidad, o deberían aceptar tácitamente la imagen naturalista y tratar de encontrar dentro de ella un lugar seguro? Varios tipos de fundamentalistas han tomado el primer camino, y su ejemplo no es alentador para nadie que quiera ser un partícipe respetado en la comunidad mundial de científicos e intelectuales. En cambio, el naturalismo científico sí deja un lugar para la «creencia religiosa», siempre que los creyentes religiosos no desafíen la autoridad de la ciencia naturalista para decir lo que es real y lo que no lo es. Algunos naturalistas científicos como Richard Dawkins son ateos agresivos, pero muchos otros reconocen que la humanidad no vive sólo de ciencia, y que se debe dejar un espacio (cuidadosamente limitado) para la satisfacción de los anhelos espirituales. Si la única aparente alternativa es un fundamentalismo enfrentado con el conocimiento genuinamente científico, un cierto enturbiamiento de los planteamientos para preservar un puesto para la religión teísta en una cultura intelectual naturalista puede parecer una sana estrategia.

Naturalmente, no estoy de acuerdo con esta estrategia. No creo que la mente pueda servir a dos amos, y estoy cierto que cada vez que se haga el intento, al final el naturalismo será el verdadero amo y el teísmo tendrá que mantenerse bajo sus dictados. Si la tesis del relojero ciego es cierta, entonces el naturalismo merece regir, pero me estoy dirigiendo a los que creen que esta tesis es falsa, o al menos que estén dispuestos a considerar la posibilidad de que sea falsa. Estas personas tienen que estar dispuestas a desafiar las falsas doctrinas, no sobre la base del prejuicio ni de la ciega adhesión a la tradición, sino con argumentos claros y razonados. También es preciso que trabajen sobre un entendimiento positivo de la perspectiva teísta de la realidad, que permita a la ciencia natural encontrar su puesto apropiado como una parte importante, pero no dominante, de la vida de la mente.

Naturalmente, hay un riesgo al emprender este proyecto, como nos lo recuerdan constantemente los evolucionistas teístas al referirse a la necesidad de evitar recurrir al «Dios de los agujeros». Si la comprensión naturalista de la realidad es verdaderamente correcta y total, entonces Dios tendrá que abandonar totalmente el cosmos. No creo que este riesgo sea demasiado grande, pero en todo caso no creo que los teístas tengan que enfrentarse a ello con una rendición anticipada.

La evolución darwiniana con su tesis del relojero ciego me hace pensar en un gran acorazado en el océano de la realidad. Sus lados están pesadamente cubiertos de corazas filosóficas frente a la crítica, y sus cubiertas están cargadas de grandes cañones de retórica listos para intimidar a cualquier posible atacante. En apariencia, es tan inexpugnable como la Unión Soviética parecía serlo hace unos cuantos años. Pero en la nave se ha abierto una vía de agua metafísica, y los más perceptivos de los oficiales a bordo han comenzado a darse cuenta de que toda la potencia de fuego de la nave no puede salvarla si no se cierra la vía de agua. Habrá esfuerzos heroicos por salvar la nave, claro, y algunos plausibles salvadores invitarán a los oficiales a que se refugien en botes salvavidas electrónicos equipados con sistemas de alta tecnología como conjuntos autocatalíticos y modelos informáticos de sistemas de autoorganización. El espectáculo será fascinante, y la batalla proseguirá durante largo tiempo. Pero al final vencerá la realidad.



[1] Véanse las notas de investigación después de este capítulo para un sumario de las objeciones específicas de Gould.

Título - Proceso a Darwin

Título original - Darwin on Trial
Autor - Phillip E. Johnson, A.B., J.D.
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Publicado en línea por SEDIN con permiso expreso del autor, Dr. Phillip E. Johnson. Se puede reproducir en todo o en parte para usos no comerciales, a condición de que se cite la procedencia reproduciendo íntegramente lo anterior y esta nota.

© Copyright 2011, SEDIN - todos los derechos reservados. Usado con permiso del traductor para: www.culturacristiana.org

No hay comentarios:

Publicar un comentario