lunes, 25 de abril de 2011

Proceso a Darwin - Capítulo 3 Mutaciones, grandes y pequeñas

Capítulo 3
Mutaciones, grandes y pequeñas


E

l concepto de «evolución» es suficientemente amplio para incluir prácticamente cualquier alternativa a la creación instantánea, y por ello no es sorprendente que los pensadores hayan especulado acerca de la evolución desde la antigüedad. La singular contribución de Charles Darwin fue describir un mecanismo plausible mediante el que podrían acaecer las transformaciones precisas, un mecanismo que no precisaba de conducción divina, de fuerzas vitales misteriosas ni de ninguna otra causa que no esté actualmente operando en el mundo. Darwin se sentía particularmente ansioso por evitar la necesidad de ningún «salto» — por el cual aparece un nuevo tipo de organismo en una sola generación. La mayoría de los científicos creen que los saltos (o macromutaciones sistémicas, como se les llama muchas veces en la actualidad) son teóricamente imposibles, y ello por buenas razones. Los seres vivos son conjuntos extremadamente intrincados de partes interrelacionadas, y las partes mismas son también complejas. Es imposible imaginar cómo las partes cambiarían al unísono como resultado de una mutación al azar.

En una palabra (y es palabra de Darwin), un salto es equivalente a un milagro. En su extremo, el saltacionismo es virtualmente indistinguible de la creación especial. Si se rompiese un huevo de serpiente y saliese un ratón, podríamos con la misma justicia clasificar este acontecimiento como un ejemplo de evolución o de creación. Incluso la repentina aparición de un solo órgano complejo, como un ojo o un ala, implicaría una intervención sobrenatural. Darwin rechazó de forma enfática toda teoría evolucionista de este tipo, escribiendo a Charles Lyell que

Si yo llegase a quedar convencido de que necesitaba tales adiciones a la teoría de la selección natural, las rechazaría como basura.… No daría un céntimo por la teoría de la selección natural, si se precisa de adiciones milagrosas en cualquier etapa de descendencia.


Darwin se propuso hacer para la biología lo que Lyell había hecho para la geología: explicar grandes cambios en base de principios uniformistas y naturalistas, significando con ello la operación gradual durante largos períodos de tiempo de las conocidas fuerzas naturales que podemos ver aún operando en el presente. Él comprendía que el rasgo distintivo de su teoría era su inflexible materialismo filosófico, lo que lo hacía verdaderamente científico en el sentido de que no invocaba ningunas fuerzas místicas ni sobrenaturales que sean inaccesibles a la investigación científica. Para lograr una teoría totalmente materialista, Darwin tuvo que explicar todos los rasgos complejos o transformaciones capitales como el producto cumulativo de una gran cantidad de pequeños pasos. En sus propias y elocuentes palabras:

La selección natural puede actuar sólo mediante la preservación y acumulación de modificaciones infinitésimas que se heredan, cada una de ellas provechosa para el ser que se preserva; y de la misma manera que la geología moderna ha casi barrido las opiniones como la excavación de un gran valle por una sola ola diluvial, así la selección natural, si es un principio verdadero, barrerá la creencia de la creación continua de nuevos seres orgánicos, o de ninguna gran y repentina modificación en sus estructuras.


T. H. Huxley protestó desde el principio contra este gradualismo dogmático, advirtiendo a Darwin en una famosa carta que «Usted se ha cargado con una dificultad innecesaria al adoptar de manera tan incondicional el principio de que natura non facit saltum». Esta dificultad era difícilmente innecesaria, dado el propósito de Darwin, pero era bien cierta. A largo plazo el problema más grave era el registro fósil, que no ofrecía prueba de las muchas formas de transición que la teoría de Darwin exigía que hubiesen existido. Darwin dio la respuesta obvia, argumentando que la evidencia no estaba ahí porque el registro fósil era incompleto. En aquel tiempo, esta era una posibilidad razonable, y convenientemente a salvo de refutación; volveremos a esto en el siguiente capítulo.

La dificultad más apremiante era de carácter teórico. Muchos órganos exigen una intrincada combinación de partes complejas para llevar a cabo sus funciones. El ojo y el ala son las ilustraciones más conocidas, pero sería engañoso dar la impresión de que se trata de casos especiales; el cuerpo humano y los de los animales están literalmente cargados de maravillas similares. ¿Cómo pueden estas cosas ser constituidas por «modificaciones infinitésimas que se heredan, cada una de ellas provechosa para el ser que se preserva»? El primer paso hacia una nueva función —como la visión o la capacidad de volar— no daría necesariamente ninguna ventaja a no ser que las otras partes precisas para la función apareciesen simultáneamente. Como analogía, imaginemos a un alquimista medieval produciendo por azar un microchip de silicio; no habiendo una tecnología informática de apoyo, el prodigioso invento sería inútil y echado a la basura.

Stephen Jay Gould se planteó a sí mismo «la excelente pregunta: ¿Para qué sirve el cinco por ciento de un ojo?», y especuló que las primeras partes del ojo podrían haber sido útiles para alguna cosa distinta de la vista. Richard Dawkins respondió que

Un antiguo animal con un cinco por ciento de un ojo podría ciertamente haberlo empleado para alguna otra cosa que la vista, pero me parece probable que lo empleó para un cinco por ciento de visión. Y en realidad a mí no me parece una excelente pregunta. Es muy valioso poder tener una visión en un cinco por ciento tan buena como la tuya o la mía, en comparación con no tener ninguna visión. Y así una visión del uno por ciento es mejor que la ceguera total. Y el seis por ciento es mejor que el cinco, el siete por ciento mejor que el seis, y así ascendiendo por la serie gradual y continua.

La falacia en este argumento es que «el cinco por ciento de un ojo» no significa lo mismo que «el cinco por ciento de visión normal». Para que un animal tenga ninguna visión útil en absoluto, ha de haber muchas partes operando conjuntamente. Incluso el ojo completo es inútil, excepto si pertenece a una criatura con una capacidad mental y neural para poder emplear la información y aplicarla a acciones que potencien la supervivencia o la reproducción. Lo que debemos imaginar es una mutación al azar que dé esta capacidad compleja de golpe, al nivel de utilidad suficiente para dar a este ser una ventaja para producir descendencia.

Dawkins pasa a reformular la respuesta de Darwin al enigma del ojo, observando que hay una serie plausible de diseños intermedios de ojo en los seres vivos. Algunos animales unicelulares tienen un punto sensible a la luz con una diminuta pantalla de pigmento detrás, y en algunos seres multicelulares hay una disposición similar en una cuenca, lo que da una capacidad mejorada de distinguir direcciones. El antiguo nautilo tiene un ojo hueco sin lente, el ojo del calamar añade la lente, y así. Pero no se piensa que ninguno de estos diferentes tipos de ojos han evolucionado el uno del otro, porque involucran diferentes tipos de estructuras y no una serie de estructuras similares en creciente complejidad.

Si el ojo evolucionó, evolucionó muchas veces. Ernst Mayr escribe que el ojo tiene que haber evolucionado independientemente al menos cuarenta veces, una circunstancia que le sugiere que «un órgano sumamente complicado puede evolucionar repetidas veces y de manera convergente cuando es ventajoso, siempre y cuando tal evolución sea en absoluto probable». Pero entonces, ¿por qué las muchas formas primitivas de ojo que siguen existiendo en nuestro mundo nunca evolucionaron a formas más avanzadas? Dawkins admite que el nautilo le deja perplejo, porque en sus cientos de millones de años de existencia nunca ha evolucionado una lente para sus ojos a pesar de poseer una retina que está «prácticamente clamando por (este) sencillo cambio particular».[1]

El ala, que existe en formas muy diferentes en insectos, aves y murciélagos, es el otro enigma frecuentemente citado. ¿Acaso daría ninguna ventaja selectiva la primera «modificación infinitésima heredada» en dirección a la construcción del ala? Dawkins cree que así sería, porque incluso un pequeño alote o membrana podrían ayudar a un ser pequeño a saltar más lejos o a salvarse de romperse el cuello en una caída. Finalmente, una protoala de esta clase podría desarrollarse hasta un punto en el que el ser podría comenzar a planear, y mediante mejoras graduales adicionales se haría capaz de un vuelo genuino. Lo que se olvida en este ingenioso escenario es que las extremidades anteriores que estarían evolucionando a alas se volverían probablemente torpes para trepar o agarrar mucho antes que se volvieran útiles para planear, lo que situaría entonces a la criatura intermedia en seria desventaja.

Hay una buena discusión escéptica del problema del ala de las aves en el capítulo 8 del libro de Denton Evolution: A Theory in Crisis. Denton describe la pluma aviana, exquisitamente funcional, con sus ganchos entrelazantes y otros intrincados rasgos que la hacen apropiada para el vuelo y totalmente distinto de cualquier forma de pluma empleada sólo para abrigo. Si el darwinismo es cierto, las plumas de las aves tuvieron que evolucionar de las escamas de los reptiles, pero, una vez más, es difícil imaginar las formas intermedias. Aún más difícil es el problema que presenta el distintivo pulmón de las aves, que es de estructura totalmente diferente al de ningún concebible antecesor evolutivo. Según Denton:

Es fantásticamente imposible imaginar precisamente cómo pudo evolucionar un sistema respiratorio tan diferente del diseño vertebrado normal, especialmente si recordamos que el mantenimiento de la función respiratoria es absolutamente vital para la vida del organismo, hasta el punto de que el más ligero defecto lleva a la muerte al cabo de minutos. Así como la pluma no puede funcionar como órgano de vuelo hasta que los ganchos y las muescas están coadaptados para ajustarse perfectamente, también el pulmón aviano no puede funcionar como órgano de respiración hasta que el sistema parabronquial que lo impregna y el sistema de sacos aéreos que garantiza a los parabronquios su provisión de aire estén ambos sumamente desarrollados y capaces de funcionar juntos de una manera perfectamente integrada.


Que uno encuentre plausibles o no los escenarios gradualistas para el desarrollo de sistemas complejos involucra un elemento de juicio subjetivo. Pero es cuestión objetiva que estos escenarios son especulativos. Las alas de las aves y de los murciélagos aparecen en el registro fósil ya desarrolladas, y nadie ha confirmado jamás experimentalmente que sea posible la evolución gradual de las alas y de los ojos. Esta ausencia de confirmación histórica o experimental es posiblemente lo que estaba en la mente de Gould cuando escribió que «Estas historias, en la tradición del “érase una vez” de la historia natural evolucionista, no demuestran nada». ¿Estamos tratando aquí con ciencia, o con versiones racionalistas de las fábulas de Kipling?

Darwin escribió que «si se pudiese demostrar que ha existido algún órgano complejo que no pudo en absoluto formarse por numerosas y pequeñas modificaciones sucesivas, mi teoría se derrumbaría totalmente». Un científico particularmente eminente de mediados del siglo veinte que llegó a la conclusión de que se había derrumbado totalmente fue el genetista germano-americano, el profesor Richard Goldschmidt, de la Universidad de California en Berkeley. Goldschmidt publicó un famoso reto a los neodarwinistas, dando una lista de una serie de estructuras complejas, desde el pelo de los mamíferos hasta la hemoglobina, que él pensaba que no se podían haber producido por una acumulación y selección de pequeñas mutaciones. Lo mismo que Pierre Grassé, Goldschmidt llegó a la conclusión de que la evolución darwinista no podía explicar más que variaciones dentro de los límites de la especie; a diferencia de Grassé, pensó que la evolución más allá de este punto tuvo que ocurrir en saltos singulares por medio de macromutaciones. Concedió que las mutaciones a gran escala produciría en casi todos los casos monstruos desesperadamente mal adaptados, pero pensó que en raras ocasiones un feliz accidente podría producir un «monstruo viable», un miembro de una nueva especie capaz de sobrevivir y de reproducirse (¿pero con qué pareja?).

Los darwinistas hicieron frente a esta sugerencia con una ridiculización cruel. Como dice Goldschmidt, «Esta vez yo no sólo estaba loco, sino que era casi un criminal». Gould incluso ha comparado el tratamiento dispensado a Goldschmidt en los círculos darwinistas con «los dos minutos de odio» diarios dirigidos a «Emmanuel Goldstein, enemigo del pueblo», en la novela 1984 de George Orwell. Este veneno se explica con la devoción emocional que los darwinistas tienen a su teoría, pero el ridículo tenía una sana base científica. Si Goldschmidt realmente significaba que todas las partes complejas e interrelacionadas de un animal podían ser reformadas juntas en una sola generación por una macromutación sistémica, estaba postulando un virtual milagro carente de base, ni en la teoría genética, ni en la prueba experimental. Se cree que las mutaciones provienen de errores aleatorios en la copia de las instrucciones del código genético del ADN. La suposición de que un acontecimiento aleatorio así podría reconstruir siquiera un solo órgano complejo como un hígado o riñón es casi tan razonable como suponer que se puede conseguir un reloj mejorado lanzando uno viejo contra una pared. Las macromutaciones adaptativas son imposibles, dicen los darwinistas, especialmente si se precisan en cierta cantidad, y por ello todos estos complejos órganos tienen que haber evolucionado —muchas veces e independientemente— por la acumulación selectiva de micromutaciones a lo largo de un dilatado período de tiempo.

Pero hemos de tratar de otra falacia, y se trata de una falacia supremamente importante. Que la evolución por macromutaciones sea imposible no demuestra que la evolución por micromutaciones sea probable, o siquiera posible. Es probable que el gradualismo darwinista sea estadísticamente tan improbable como el saltacionismo de Goldschmidt, cuando prestamos adecuada atención a los elementos necesarios. Las micromutaciones ventajosas que postula la genética neodarwinista son diminutas, generalmente demasiado pequeñas para ser observadas. Esta premisa es importante, porque, en palabras de Richard Dawkins, «virtualmente todas las mutaciones estudiadas en laboratorios de genética —que son bastante macro, porque en caso contrario los genetistas no se darían cuenta de ellas— son deletéreas para los animales que las sufren». Pero si las mutaciones necesarias son demasiado pequeñas para ser observadas, tendrá que haber una gran cantidad de ellas (¿millones?) del tipo adecuado, y en el momento oportuno en que sean necesarias para llevar a cabo el proyecto a largo plazo de producir un órgano complejo.

La probabilidad de la evolución darwinista depende de la cantidad de micromutaciones favorables necesarias para crear órganos y organismos complejos, la frecuencia con la que estas micromutaciones favorables tienen lugar justo donde y cuando son necesarias, la eficacia de la selección natural para preservar las ligeras mejoras con suficiente consistencia para permitir que los beneficios se acumulen, y el tiempo permitido por el registro fósil para que todo esto haya sucedido. A no ser que podamos hacer cálculos tomando en cuenta todos estos factores, no tenemos manera de saber si la evolución por micromutaciones es más o menos improbable que la evolución por macromutación.

Algunos matemáticos intentaron hacer los cálculos, y el resultado fue una confrontación bastante acerba entre ellos y algunos de los darwinistas líderes en el Instituto Wistar en Filadelfia en 1967. El informe del simposio es fascinante, no sólo por la sustancia del reto matemático, sino aún más por la lógica de la respuesta darwinista. Por ejemplo, el matemático D. S. Ulam argumentaba que era sumamente improbable que el ojo pudiese haber evolucionado por acumulación de pequeñas mutaciones, porque la cantidad de mutaciones tendría que ser tan grande y el tiempo disponible no era ni de cerca suficiente para que apareciesen. Sir Peter Medawar y C. H. Waddington respondieron que Ulam estaba haciendo ciencia al revés: el hecho era que el ojo había evolucionado y que por ello las dificultades matemáticas sólo podían ser aparentes. Ernst Mayr observó que los cálculos de Ulam estaban basados en suposiciones que podían ser infundadas, y llegó a la conclusión de que «de alguna u otra manera, ajustando estas cifras, llegaremos a la solución. Nos conforta el hecho de que la evolución ha tenido lugar».

Los darwinistas estaban tratando de ser razonables, pero era como si Ulam hubiese presentado ecuaciones demostrando que la gravedad es una fuerza demasiado débil para impedir que nos levantemos y flotemos a la deriva en el espacio. Para ellos el darwinismo no era una teoría abierta a la refutación, sino un hecho que explicar, al menos hasta que los matemáticos pudiesen ofrecer una alternativa aceptable. La discusión se hizo particularmente ardorosa después que un matemático francés llamado Schützenberger concluyó que «hay una sima considerable en la teoría neodarwiniana de la evolución, y creemos que esta sima es de tal naturaleza que no puede ser franqueada dentro de la actual concepción de la biología». C. H. Waddington pensaba que veía a dónde se dirigía este tipo de razonamiento, y replicó que «Su argumento es sencillamente que la vida ha de haberse originado por creación especial». Schützenberger gritó «¡No!» (acompañado de un coro de voces anónimas de los oyentes), pero la realidad es que los matemáticos no presentaron alternativa alguna.

Las dificultades con las teorías micromutativa y macromutativa son tan grandes que podríamos esperar ver que se haga algún esfuerzo para llegar a un terreno medio que minimice las desventajas de ambos extremos. Stephen Jay Gould intentó algo así, tanto en su artículo científico de 1980 proponiendo una «nueva teoría general» como en su artículo popular «El regreso del monstruo viable». Gould intentó rehabilitar a Goldschmidt y a la vez domesticar a su monstruo. Goldschmidt no quería realmente dar a entender que «las nuevas especies surgen de golpe, plenamente formadas, por una macromutación afortunada», explicaba Gould, y lo que sí quería dar a entender era que podía ser conciliado con «la esencia del darwinismo».

Supongamos que surge un cambio discontinuo en forma adulta debido a una pequeña alteración genética. No surgen problemas de discordancia con otros miembros de la especie, y la gran variante favorable puede extenderse por una población al modo darwinista. Supongamos también que este cambio grande no produce una forma perfecta todo de golpe, sino que más bien sirve como una adaptación «clave» para hacer girar a su poseedor hacia un nuevo modo de vida. El éxito continuado en este nuevo modo puede exigir un gran conjunto de alteraciones colaterales, de tipo morfológico y etiológico; estos pueden surgir por una ruta más tradicional y gradual una vez la adaptación clave obliga a un profundo viraje en las presiones selectivas.


Tenemos que hacer todas estas suposiciones, según Gould, porque es sencillamente demasiado difícil «inventar una secuencia razonable de formas intermedias —es decir, de organismos viables y funcionales— entre antecesores y descendientes en transiciones estructurales cardinales». Al final tenemos que aceptar «muchos casos de transición discontinua en la macroevolución». La clase de pequeña alteración genética que Gould tenía en mente (y que Gould dice que Goldschmidt tenía en mente) era una mutación en los genes regulando el desarrollo del embrión, en base de la teoría de que «cambios pequeños en etapas tempranas del embrión se acumulan por medio del crecimiento para producir enormes diferencias entre los adultos». Desde luego, así ha de ser, porque de otra forma Gould no puede ver otra manera en la que se puedan lograr transiciones cardinales de tipo evolutivo.

Gould publicó un artículo capital en la revista científica Paleobiology en el que expresaba de manera aun más explícita su conformidad con Goldschmidt, y en el que pronunciaba la muerte efectiva de la síntesis neodarwinista. En lugar de la muerta ortodoxia saludaba como «el epítome y fundamento de perspectivas emergentes acerca de la especiación» un pasaje de Goldschmidt en el que insistía él en que «la evolución neodarwinista … es un proceso que conduce a la diversificación estrictamente dentro de las especies. … El paso decisivo en evolución, el primer paso hacia la macroevolución, el paso de una especie a otra, exige otro método evolutivo que la simple acumulación de micromutaciones». Con respecto a la evolución de los órganos complejos, Gould rechazó apoyarse en «un origen saltacional de diseños enteramente novedosos», sino que propuso, en su lugar, «un origen potencialmente saltacional de los rasgos esenciales de adaptaciones cardinales». En resumen, intentó reducir la diferencia entre darwinismo y goldschmidtismo.

Y así volvió el monstruo viable, pero sus esperanzas quedaron pronto frustradas una vez más. Ernst Mayr, el más prestigioso de los neodarwinistas vivientes, escribió que Gould había tergiversado totalmente la teoría de Goldschmidt al negar que Goldschmidt había abogado por macromutaciones imposibles de una sola generación. «En realidad, esto es lo que Goldschmidt afirmó en repetidas ocasiones. Por ejemplo, citó con aprobación la sugerencia de Schindewolf[2] de que la primer ave salió de un huevo de reptil. …» Mayr creía que eran posibles algunas mutaciones con efectos a gran escala,[3]pero no podía encontrar evidencia alguna de que hubiese ocurrido una gran cantidad de las mismas y no veía necesidad alguna de invocarlas, porque consideraba que los mecanismos del neodarwinismo eran capaces de explicar el surgimiento de novedades evolutivas.

Richard Dawkins escribió con escarnio sobre Goldschmidt en The Blind Watchmakery criticó a Gould por intentar rehabilitarlo. Para Dawkins, «El problema de Goldschmidt … resulta no ser en absoluto un problema», porque no hay ninguna verdadera dificultad para explicar el desarrollo de estructuras complejas por evolución gradualista. Lo que parece que significa Dawkins por esta declaración es que la evolución a pasos de sistemas adaptativos complejos es una posibilidad conceptual, y no que haya alguna manera de demostrar que esto es lo que verdaderamente sucede. Emplea el murciélago, con su maravilloso sistema de ecolocalización semejante al sonar, que tanto se parece al producto de una sociedad tecnológicamente avanzada, como ejemplo paradigmático de cómo la selección natural puede explicar el desarrollo de un sistema complejo que podría ser tomado en cambio como evidencia de la existencia de un creador «relojero». Dawkins tiene razón en argumentar que si la evolución darwinista puede manufacturar un murciélago puede hacer cualquier otra cosa, pero lo que descuida hacer es demostrar que la evolución darwinista pueda hacer nada de esta clase. Es concebible que el sonar del murciélago evolucionase mediante un proceso gradual, en el que la primera insinuación de una capacidad de localizar mediante eco fuese de tal valor para su poseedor que todo lo demás tuviese que seguir, pero, ¿cómo sabemos que una cosa así jamás sucedió, o que pudo suceder?

A pesar de su adhesión generalmente rígida al gradualismo darwinista, hasta Dawkins encuentra imposible proseguir sin lo que podría ser llamado macromutaciones modestas, significando mutaciones que «aunque puedan ser grandes en la magnitud de sus efectos, resultan no ser grandes en términos de su complejidad». Emplea como ejemplo las serpientes, algunos de cuyos ejemplos contemporáneos tienen más vértebras que sus supuestos antecesores. La cantidad de vértebras ha de cambiar por unidades enteras, y para conseguir esto «se precisa hacer algo más que sólo introducir un hueso extra», porque cada vértebra lleva asociado con ella todo un conjunto de nervios, vasos sanguíneos, músculos, etc. Estas complejas partes habrían de aparecer juntas para que la vértebra de más tuviese algún sentido biológico, pero «es fácil creer que podrían haber surgido serpientes individuales con media docena de vértebras de más que sus padres en un sólo paso mutacional». Esto es fácil de creer, a decir de Dawkins, porque la mutación sólo añade más de lo que ya existía, y porque el cambio sólo aparece como macromutacional cuando contemplamos el adulto. Al nivel del embrión, estos cambios «resultan ser micromutaciones, en el sentido de que sólo un pequeño cambio en las instrucciones embriónicas tuvieron un aparente gran efecto sobre el adulto».

Gould supone lo que tiene que suponer, y Dawkins encuentra fácil creer lo que quiere creer, pero suponer y creer no son suficientes para dar una explicación científica. ¿Hay alguna forma de confirmar la hipótesis de que las mutaciones en los genes que regulan el desarrollo embrionario podrían proveer todo lo necesario para llevar la evolución por encima de las simas infranqueables? Los seres que parecen muy diferentes como adultos son a veces mucho más parecidos en las primeras etapas embrionarias, y por ello hay una cierta plausibilidad en el concepto de que un cambio sencillo pero básico en el programa genético que regula el desarrollo podría inducir a que un embrión se desarrolle en una dirección insólita. En principio, ésta es la clase de cambio que podríamos imaginar que los ingenieros genéticos puedan un día poder dirigir, si esta rama de la ciencia sigue avanzando en el futuro como lo ha hecho en el reciente pasado.

Supongamos que después de un masivo programa de investigación los científicos logran alterar el programa de un embrión de pez, de modo que se desarrolla como un anfibio. ¿Serviría este hipotético triunfo de la ingeniería genética para confirmar que los anfibios verdaderamente evolucionaron, o que al menos pudieron hacerlo, de manera semejante?

No, no serviría, porque Gould y los otros que postulan macromutaciones en la etapa del desarrollo están hablando de cambios al azar, no de cambios elaboradamente planificados por la inteligencia humana (o divina). Un cambio al azar en el programa que gobierna mi procesador de textos podría fácilmente transformar este capítulo en un guirigay ininteligible, pero no lo traduciría a una lengua extranjera no produciría un capítulo coherente acerca de algún otro tema. Lo que necesitan establecer los proponentes de las macromutaciones en la etapa de desarrollo no es meramente que hay un programa genético susceptible de alteración que gobierna el desarrollo, sino que se puedan producir innovaciones evolutivas mediante cambios al azar en las instrucciones genéticas.

La suposición dominante en la ciencia evolucionista parece ser que todo lo necesario son posibilidades especulativas, sin confirmación experimental. El principio operativo es el mismo que Waddington, Medawar y Mayr invocaron cuando fueron desafiados por los matemáticos. La naturaleza ha de haber proveído todo lo que la evolución necesitaba, porque si no la evolución no habría acontecido. Se sigue que si la evolución precisó de macromutaciones, que entonces las macromutaciones han de ser posibles, o que si las macromutaciones son imposibles, la evolución no tiene que haberlas necesitado. La teoría misma provee toda la evidencia de apoyo que sea esencial.

Si los darwinistas sienten la menor incomodidad debido a esta situación (en realidad, la mayoría de ellos no parecen sentirla), los antidarwinistas no están en mejor situación. El gran genetista Goldschmidt se vio reducido a endosar una imposibilidad genética, y el gran zoólogo Grassé no pudo hacer nada más que sugerir que las especies en evolución adquieren de alguna manera un nuevo fondo de información genética gracias a unos oscuros «factores internos» involucrando «un fenómeno cuyo equivalente no se puede ver en las criaturas viviendo en la actualidad (bien porque no está ahí o porque somos incapaces de verlo)». Grassé era más que consciente de que esta manera de hablar «suscita las sospechas de muchos biólogos … [debido a que] concita visiones del fantasma del vitalismo o de algún poder místico que conduce el destino de los seres vivos. …». Negó una y otra vez que tuviese tal cosa en mente, pero las sospechas de vitalismo, cuando han sido suscitadas, no se pueden eliminar con meras negaciones.

Podemos ver, en base de estos ejemplos, por qué el neodarwinismo retiene su posición como ortodoxia de libro de texto a pesar de todas las dificultades e incluso de las imputaciones de situación agonizante. Si el gradualismo neodarwinista fuese abandonado como incapaz de explicar los saltos macroevolutivos y el origen de los órganos complejos, la mayoría de los biólogos seguirían creyendo en la evolución (Goldschmidt y Grassé nunca dudaron que la evolución hubiese tenido lugar), pero se quedarían sin teoría de evolución. Los científicos materialistas rebosan de escarnio hacia los creacionistas que invocan un creador invisible que empleó poderes sobrenaturales que no pueden ser observados operando en nuestros propios tiempos. Si la ciencia evolutiva hubiese de apoyarse en fuerzas conductoras místicas o en transformaciones genéticamente imposibles, un filósofo materialista como Charles Darwin la llamaría basura.

Hasta ahora he evitado tratar la prueba fósil, para concentrarme en las dificultades teóricas y experimentales que rodean la síntesis neodarwinista reinante. Pero la evolución trata, en el fondo, de historia; tiene el propósito de decirnos lo que sucedió en el pasado. Acerca de esta cuestión, la evidencia más directa que tenemos son los fósiles, y es a ellos a los que nos dirigimos a continuación.



[1] Antes de dejar el tema del ojo, debería añadir que los darwinistas citan lasimperfecciones en el ojo como evidencia de que no fue diseñado por un creador omnisciente. Según Dawkins, las fotocélulas están «alambradas al revés», y «cualquier ingeniero diestro» no habría sido tan descuidado.

[2] Otto Schindewolf fue un destacado paleontólogo con el que nos volveremos a encontrar en el siguiente capítulo.

[3] El debate sobre las macromutaciones se ha centrado principalmente en el reino animal, pero se sabe que una clase especial de macromutación, conocida como poliploidía, puede producir una nueva especie vegetal. Este fenómeno, que involucra la duplicación del número de cromosomas, puede ocurrir de dos maneras: (1) la autopoliploidía, que se aplica sólo a especies hemarfroditas capaces de autofertilización, y (2) alopoliploidía, que puede suceder como resultado de la hibridación de dos especies diferentes. Se cree que este último proceso jugó un papel muy importante sólo para las plantas, aunque no se encuentra totalmente ausente en el reino animal. En todo caso, la poliploidía no explicaría la creación de estructuras adaptativas complejas como las alas y los ojos.

Título - Proceso a Darwin

Título original - Darwin on Trial
Autor - Phillip E. Johnson, A.B., J.D.
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Publicado en línea por SEDIN con permiso expreso del autor, Dr. Phillip E. Johnson. Se puede reproducir en todo o en parte para usos no comerciales, a condición de que se cite la procedencia reproduciendo íntegramente lo anterior y esta nota.

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