Los organismos vivos, el argumento del “dios de los huecos”

Por: Felipe Aizpún 
Director Editorial
Organización Internacional para el Avance Científico del Diseño Inteligente (OIACDI)

Toda la filosofía biológica de Kant, desplegada de manera sorprendentemente actual en la tercera de sus críticas (Crítica del Juicio, 1790) discurre como un ejercicio de tensión nunca resuelta entre el Principio Mecanicista (PM) y el Principio Teleológico (PT). Kant es heredero de la tradición filosófica y científica de las corrientes de pensamiento europeas de su tiempo, el racionalismo cartesiano por un lado y el empirismo anglosajón por otro. Ambos movimientos coinciden en postular una explicación mecanicista (o por las causas eficientes) del mundo y la Naturaleza y así, en su Crítica de la Razón Pura, Kant se adscribe decididamente a esa visión mecanicista de tipo newtoniana. Kant defiende igualmente el naturalismo metodológico, es decir, el principio de que la labor del científico y del filósofo es proporcionar explicaciones naturalistas para los eventos observables.

Este naturalismo kantiano condicionará de forma definitiva su capacidad de indagación en torno a los eventos más significativos como la vida y la transformación de las formas vivas, si bien es preciso recordar que Kant, hombre de profundas convicciones religiosas, nunca propugnó un decidido naturalismo ontológico sino una mera cautela por cuestión de método.

Por otra parte, es necesario reseñar que la filosofía kantiana participa también de un concepto esencial de reminiscencias netamente aristotélicas: la diferencia entre objetos naturales y artefactos. Recordemos que los artefactos, objetos compuestos de partes que realizan una función, fruto de la humana invención y construcción, presentan la característica principal de estar compuestos por partes que han sido acomodadas para desempeñar una función que no es la que corresponde a su propia naturaleza. Su finalidad natural ha sido forzada para servirse de ellas con el propósito de obtener una utilidad determinada: así por ejemplo el famoso reloj de William Paley.

Frente a ellos los organismos naturales presentan una condición que difiere de manera esencial en un aspecto (entiende Kant por representantes de esta categoría especial de huéspedes de la Naturaleza a los organismos que son capaces de regenerarse, desarrollarse y reproducirse). Se trata de organismos que presentan una finalidad que no viene impuesta desde fuera, al menos de manera aparente, sino que emerge desde dentro del propio organismo. De forma significativa, Kant se refiere a ellos de forma casi exclusiva, a lo largo de su obra denominándolos “seres organizados”. La organización, y no el mero orden, se convierte así, ya desde Kant en el elemento diferenciador de la vida. Las partes de estos seres organizados no han sido acomodadas desde fuera sino que pertenecen al organismo de forma natural, han nacido en él y con él, contribuyendo desde el inicio a su formación. En un organismo vivo, la forma, la propia existencia y la actividad de las diferentes partes, surgen, es decir, están causadas por el todo, el cuál a su vez adquiere su identidad y se conforma por el conjunto y la acción de sus partes. Las partes se van conformando en el proceso de desarrollo embrionario, es decir, de formación del organismo como un todo, de forma que las partes y el todo son a un mismo tiempo fin y medio, según lo expresara de forma gráfica el propio Kant: “las partes se combinan en la unidad de un todo de manera que son recíprocamente causa y efecto de sus formas respectivas”.

Lo significativo, por tanto, de las formas vivas es que su finalidad intrínseca o inmanente no parece exigir una explicación externa. Los artefactos como el reloj de Paley claman a gritos por una explicación causal en términos de finalidad que les viene acordada desde fuera ya que no está en la naturaleza de las partes ordenarse espontáneamente para la realización de una función ajena a su constitución originaria. Los organismos vivos en cambio, presentan una tendencia teleológica innegable hacia la perfección y búsqueda del bien que les es propio, pero tal tendencia se nos aparece como estrictamente “natural”, como algo propio en su naturaleza, no como algo impuesto que forzara su natural disposición al ser. No olvidemos sin embargo que, para Tomás de Aquino y a diferencia de la posición tradicionalmente mantenida por otros filósofos como Aristóteles o el propio Kant, esta finalidad inmanente o intrínseca no impide concluir la necesidad de una causa inteligente en el origen, toda vez que los organismos que se mueven a su propio fin sin ser conscientes de ello no pueden justificar suficientemente y por sí mismos esa finalidad inevitable.

Kant, por el contrario, mantuvo a lo largo de su obra una tensión nunca resuelta entre los mencionados PM y PT. Por una parte su compromiso naturalista le empujaba a buscar respuestas exclusivamente “científicas” al problema de la vida; por otro lado, sin embargo, Kant era consciente de que las leyes de la física y la química eran perfectamente incapaces de justificar la emergencia de la vida y su desarrollo. EL PT, la necesidad de una perspectiva finalista, resultaba inexcusable en orden a entender el fenómeno de la vida. Pero la introducción de una perspectiva teleológica, imprescindible por otro lado, suponía en el seno del pensamiento kantiano un rompecabezas sin solución, toda vez que Kant se negaba, por prejuicios metodológicos, el derecho al recurso a una instancia causal más allá de los límites de la Naturaleza conocida. Kant pone un empeño definitivo en proponer una teleología “natural” y en evitar interpretaciones de sus propuestas que pudieran ser tachadas de religiosas. En realidad el principio kantiano de finalidad no es en absoluto un recurso traído para llenar las lagunas del sistema teórico, no es una doctrina agregada al pensamiento crítico y trascendental kantiano sino que lo constituye y lo completa desde dentro, y se convierte en una condición indispensable para comprender la Naturaleza.

La aporía kantiana que él mismo reconoce y formula surge del encuentro de la asunción del PM con la necesidad de recurrir al PT para comprender la realidad de los organismos vivos y hacerlo sin caer en la formulación de explicaciones “animistas” o “vitalistas”, es decir, explicaciones exógenas o externas, o incluso a factores internos de los organismos pero de naturaleza inmaterial.

Quiero aclarar que esta excursión por el pensamiento del gran filósofo alemán es cualquier cosa menos un ejercicio diletante de investigación histórica. Por el contrario es en estas raíces del pensamiento filosófico donde se asientan algunos de los argumentos más consolidados contra el movimiento del DI, en especial el argumento conocido como del “dios de los huecos”. Incluso, y sorprendentemente, esta línea de pensamiento ha sido esgrimida por algún conspicuo filósofo aristotélico-tomista (me estoy refiriendo a Edward Feser) para pretender atribuir al DI una perspectiva predominantemente mecanicista (de la que es perfectamente inocente) y como consecuencia una contradicción con el pensamiento tradicional de la teleología tomista (completamente injustificada).

Kant se refugió en su naturalismo metodológico para limitar las consecuencias de la perspectiva teleológica, se negó cualquier inferencia metafísica hacia una causalidad no estrictamente natural y se encerró en una antinomia filosófica que nunca fue capaz de resolver. Cualquier inferencia causal fuera del ámbito de la Naturaleza y de sus leyes conocidas suponía, en su sistema de pensamiento, un salto en el vacío, un argumento por analogía, un recurso desde la ignorancia que no podía ser escuchado. Kant había construido la aporía perfecta, y no vislumbraba escapatoria posible. El “dios de los huecos” se cernía sobre sus indagaciones como una sombra amenazante.

Segunda parte: 
Los organismos vivos, el argumento del “dios de los huecos” y la aporía Kantiana (2)

Sin embargo, desde la perspectiva del conocimiento filosófico y científico de nuestro tiempo, se nos aparecen algunos argumentos que prometen resolver la antinomia planteada en términos bastante satisfactorios.

En primer lugar es preciso recordar que las críticas kantianas a los argumentos que defienden una causalidad sobrenatural se fundamentan en la existencia de fallas en el razonamiento lógico y en la imposibilidad de dar el salto hacia la conclusión apodíctica de una causa sobrenatural como una certeza irrefutable. Lo que Kant refuta es la capacidad de establecer la certeza de una causa sobrenatural por el método tradicional de la argumentación hipotético-deductiva. Sin embargo, nada de esto pretende el argumento de diseño en su formulación actual. Recordemos que no fue hasta un siglo después de Kant que el filósofo estadounidense Charles S. Peirce aportó un enriquecimiento sensible del pensamiento lógico y en concreto matizó la diferencia entre el método inductivo y el razonamiento hipotético o abducción; es decir, nos enseñó a proponer las causas por sus efectos como una deducción probable, no como una conclusión definitiva. No es casualidad que la teología natural del ámbito anglosajón y protestante en nuestros días se haya construido de manera general sobre la propuesta de un discurso hipotético, en términos de probabilidad; descolla en este sentido, el trabajo del profesor Richard Swinburne en quien Antony Flew encontrara, según propia confesión, los más convincentes argumentos a favor de la existencia de una realidad sobrenatural.

Cabe por otro lado oponer una reflexión nada banal. Quienes niegan validez al argumento por analogía, se hacen fuertes en la mencionada diferencia ente los organismos naturales y los artefactos construidos por el hombre en términos del carácter inmanente o trascendente de su finalidad propia. Sin embargo, la reflexión no parece del todo correcta. Quiero decir que la inferencia, en términos de probabilidad más razonable, de que a la vista del reloj de Paley podamos sospechar o concluir la existencia de un diseñador no se deriva únicamente del “antinatural” arreglo de las partes que conforman el artefacto. Lo que por encima de todo denota la existencia de una causalidad inteligente, no son las partes en sí sino el todo, es decir, el hecho de que las partes organizadas, responden necesariamente a un concepto previo, a un diseño que implica la ideación previa del artefacto y la existencia de una finalidad y un propósito en su construcción.

Nada nos impide postular que también los organismos vivos pueden ser descritos como un todo conformado por un conjunto ordenado de partes, y que si bien el mecanismo de construcción del organismo supone una construcción simultánea del todo con sus partes en las que unos y otros son recíprocamente causa y efecto, parece evidente que todo el proceso se desarrolla según un guión preconcebido. Es decir, la ideación de la forma resultaría imprescindible como dato previo a la existencia de cualquier organismo representativo de cualquiera de las formas vivas conocidas. La forma precede a la existencia física, cualquiera que sea el mecanismo de formación del organismo; el proceso de desarrollo a partir de un zigoto de cualquier organismo pluricelular exige la ideación previa del modelo que se está ejecutando. La teleología insoslayable que preside todo el proceso de multiplicación y diferenciación celular apunta a un resultado predeterminado en la información biológica contenida en la célula primigenia. El organismo no puede ser responsable de su propia forma, no se puede conformar a sí mismo más que mecánicamente, pero nunca formalmente.

El argumento del “dios de los huecos” proclama la inexistencia en la Naturaleza de motivos suficientes para invocar una explicación sobrenatural. Se nos dice que la falta de conocimiento actual para justificar en términos estrictamente científicos la emergencia y el desarrollo de la vida es una laguna temporal, que las explicaciones naturalistas deben imponerse de forma necesaria y que lo que hoy no conocemos lo descubriremos mañana. Salirse de este discurso se nos presenta como una falacia, como un argumento desde la ignorancia, como un paso lógico inconsistente que nos arrastra al vacío de la irracionalidad y el misticismo mágico.

Falso. Por el contrario, es legítimo postular que la inferencia de una causalidad no natural se nos impone como una necesidad, precisamente a partir del conocimiento científico y filosófico más avanzado; hoy sabemos cosas que Kant desconocía y que nos permiten afianzarnos en nuestras convicciones con una seguridad en la solidez de la cadena de inferencias que Kant no podía tener y que quizás, de haber conocido lo que hoy sabemos, le habría permitido enfrentarse con otra resolución a su antinomia más inexpugnable.

Por ejemplo hoy sabemos que los organismos vivos se rigen, en una parte esencial de su funcionamiento, por instrucciones prescriptivas de naturaleza informacional. Sabemos que las mismas se traducen para definir y especificar la dinámica de los organismos vivientes mediante códigos orgánicos de naturaleza formal y este dato, fundamental, supone la posibilidad de inferir una causalidad inteligente de manera perfectamente consistente. En primer lugar hay que señalar que la información detectable como un dato cierto en la Naturaleza nos obliga a extender el ámbito de lo natural más allá de lo que estamos habituados completando los conceptos tradicionales de materia y energía (y las leyes que los determinan). El estudio de la realidad nos obliga ahora a incorporar el concepto de información como una entidad formal capaz de gobernar el mundo físico. En palabras de Arthur Peacocke, bioquímico de la Universidad de Oxford en su trabajo “Sciences of Complexity: new theological resource?” “… la capacidad de determinación de los sistemas complejos sobre sus componentes puede ser a menudo comprendida mejor como un flujo de información, entendida ésta es su más amplio sentido como influencia formadora de modelos.”

A partir de ahí, la propia naturaleza de la información como dato de la realidad nos obliga a buscar explicaciones causales que trascienden el ámbito de las leyes físico-químicas conocidas. Primero porque la información contenida en el genoma de un ser vivo, no puede ser reducida a impulsos físico-químicos; por el contrario, la información genera respuestas que sin violar tales leyes, sino más bien aprovechando el determinismo que las mismas imponen, impulsa la generación de orden y organización, algo que las citadas leyes no pueden hacer por sí solas. Además, la información es necesariamente intencional, se proyecta inevitablemente a la prescripción de un modelo dado y esto enlaza con la reflexión anterior. No solamente podemos intuir que la generación de una forma compleja exige la ideación previa del modelo; ahora además hemos descubierto que la forma idealmente pensada se puede traducir en instrucciones encriptadas en las secuencias genéticas de las formas vivas. Ello implica que no solamente podemos sospechar la existencia de una mente responsable de la ideación de la forma sino que además podemos observar y detectar científicamente la huella de la instauración de la idea en la materia, apareciendo así la materia “informada”. La antes inexplicable dinámica finalista de los organismos vivos se nos presenta ahora como un impulso gobernado por una realidad formal de naturaleza intencional y este dato de la realidad exige una explicación que trasciende el ámbito de lo hasta ahora considerado como “natural”. Ahora podemos entender que los organismos vivos responden a un impulso que trasciende su propia naturaleza bioquímica ya que la emergencia de la información como realidad formal no puede justificarse a partir de la materia y las leyes que la determinan.

Es importante comprender que no puede concederse a la ligera que las formas biológicas están determinadas por información de naturaleza prescriptiva sin comprometerse con la idea de que la información genética, como cualquier otra forma de instrucción prescriptiva encaminada a generar un sistema funcional, nace de la previa ideación o existencia del sistema que va a ser replicado por la misma. Es el sistema idealmente concebido el que resulta conceptualmente necesario como anterior a la existencia de las instrucciones que resumen las claves de su organización interna y permiten su reconstrucción.

La entrada de la información en el acerbo de las categorías naturales supone un cambio drástico de perspectiva. Gracias a ella la inferencia de una causalidad inteligente externa a los organismos vivos ya no es un recurso derivado de la falta de conocimiento, un argumento desde la ignorancia. Por el contrario ahora, la existencia de una causa inteligente se nos hace evidente como una conclusión obligada, como una necesidad que se deriva del conocimiento científico de la realidad, no de la falta del mismo.

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