martes, 30 de marzo de 2010

UN SUSTITUTO INDISPENSABLE

Algunas personas arguyen: ¿Cómo podían ser suficientes los sufrimientos de un solo justo en unas pocas horas para pagar las culpas y delitos de millones de seres humanos incluyendo en algunos casos hasta crímenes horrendos?


Los que hacen tales preguntas tienen un concepto equivocado de los sentimientos divinos y del verdadero significado del sacrificio de Cristo. La obra de Cristo no tenía por objeto aplacar a un Dios colérico e indignado contra el pecado de los hombres, por medio de una cantidad de sufrimientos. Su sacrificio no era cuantitativo, sino cualitativo…; no se trataba de producir una cantidad determinada de dolor físico, sino de demostrar la grandeza del amor de Dios y de vindicar las leyes divinas ante el Universo.


Podemos decir que la cruz del Calvario no fue sino la culminación, el coronamiento del sacrificio que el Verbo de Dios llevara a cabo con su encarnación. Es imposible hacernos cargo de la condescendencia que significó de parte de aquel Ser que existía con Dios desde la eternidad el asumir nuestra naturaleza, aceptando temporalmente nuestras limitaciones, para identificarse con una humanidad de seres caídos, a fin de que pudieran ser levantados por su gracia, los que a ella se acojan. Para realizar un propósito tan admirable, mostrando la justicia de Dios al par que su misericordia, el Verbo eterno quiso sujetarse no tan sólo a las limitaciones de la naturaleza humana, sino a la muerte más cruel que se daba a los malhechores durante el período de su estancia física sobre la tierra: la muerte de cruz. El sacrificio de su humillación y encarnación no habría bastado para hacer patente de un modo muy vivo a todos los seres del universo, la gravedad del pecado y la grandeza del amor de Dios; ni para despertar en los corazones humanos los efectos de amor y gratitud indispensables para permitir al Espíritu Santo realizar en los corazones de los hombres el maravilloso fenómeno de la conversión.


Por esto quiso Jesucristo apurar las heces del dolor con una muerte espectacular y cruenta. Lo voluntario de este sacrificio, al par que la grandeza de quien lo realizó, lo enaltece hasta lo sumo, haciéndolo digno de nuestra más profunda admiración, adoración y eterna gratitud. Permítasenos dar un ejemplo de contraste, para ilustrar este punto. En días de persecución, cuando los cristianos eran condenados a muerte por afirmar que Jesucristo era Hijo de Dios y no someterse a rendir culto a dioses paganos, cierto cristiano, al ser llevado a la hoguera, elevó una oración expresando el gozo que sentía por tener el privilegio de sellar el testimonio de su fe con su propia vida. —Te doy gracias, Señor –decía el mártir –, porque hoy es el día de mi victoria, hoy mismo te veré y estaré contigo por todos los siglos.


El verdugo, conmovido y atento a las palabras del noble testigo de Cristo, dejaba bastante flojas las cadenas que ataban a éste al poste de la ejecución. Entonces el cristiano, bajando la cabeza, exclamó: —Sin embargo, amigo lector (este es el nombre que se daba a los jueces y ejecutores en la antigua Roma), sujeta bien las cadenas. ¿Por qué hizo tal advertencia el noble mártir? Porque aun cuando el espíritu estaba presto, sabía que la carne era débil y temía que cuando el fuego le produjese intenso dolor, no pudiendo aguantarlo, el instinto de conservación le hiciera saltar de las llamas y quizá realizara en tal hora de prueba lo que tantas veces había rehusado, apostatar de su fe para obtener por medio de una abjuración el perdón y la vida de parte de sus perseguidores. ¿Pero qué cadenas ataban a Jesucristo cuando murió en la cruz por nosotros? Cuando los criados de Caifás fueron a prenderle en el huerto de Getsemaní, tres veces cayeron en tierra, con lo cual Cristo dio una prueba de su poder sobrenatural; sin embargo, se dejó prender y atar con toda mansedumbre, y no se resistió cuando le azotaron, ni cuando le pusieron la corona de espinas, ni cuando clavaron al madero sus manos y sus pies. —Baja de la cruz y demuestra tu poder –le decían burlonamente sus enemigos. —Baja de la cruz, y sálvanos también a nosotros, si eres Hijo de Dios –clamaba uno de sus compañeros de suplicio. — Bájate de la cruz –le aconsejaban e incluso exigía, como podemos comprender, su propia naturaleza humana ante aquel dolor que parecía irresistible. Pero según nos refieren los testigos de su muerte Él renunció a todo lenitivo y calmante, y sobrellevó los sufrimientos materiales y morales hasta dar su vida, porque sabía que ello era indispensable para la redención de millones de criaturas humanas. Podemos decir, pues, que lo que sujetaba a Cristo a la cruz del Calvario no eran ni clavos ni cuerdas materiales, que nada significaban para su omnipotencia, sino las cuerdas de su profundo amor a cada uno de nosotros, necesitados pecadores.


Podemos imaginarnos a Cristo como oyendo en su sapiencia divina los voces de millones de redimidos, del pasado y del futuro, decirle: «Sufre por nosotros sublime Hijo de Dios, cumple la redención y te amaremos, te glorificaremos, te serviremos y seremos fieles testigos de tu amor todos los años de nuestra vida terrestre, y después por todos los siglos de la eternidad». En efecto, la reacción que el gran sacrificio del Hijo de Dios ha de producir y produce en los corazones humanos, se halla admirablemente expresada en las grandes palabras del apóstol Pablo: «El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto, que si uno murió por todos, luego todos son muertos; y por todos murió, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2ª Corintios 5:14, 15). Y refiriéndose a su propia experiencia, declara Pablo: «Con Cristo estoy juntamente crucificado y vivo no ya yo, mas Cristo vive en Mí y lo que ahora vivo en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y me entregó a sí mismo por mí». He aquí el objeto y eficacia del sacrificio de Cristo. El reconocimiento de que el Hijo de Dios murió por nosotros, produce un cambio absoluto de actitud y de sentimientos en nuestros corazones hacia Dios y hacia la misma vida humana. Desde el mismo momento en que reconocemos al Hijo de Dios como nuestro propio Salvador personal y le entregamos nuestras vidas, Dios ya no es meramente el Supremo Creador a quien debemos gratitud por el beneficio de la existencia. Es mucho más; sentimos que es nuestro propio Padre, que nos ama de un modo profundo y personal, de modo que nuestro propio amor paterno y materno no es sino un débil ejemplo y caricatura del suyo.


Es el juez inflexible, pero sumamente benigno que ha pagado la deuda de nuestras faltas y pecados. Es el Dios justo y salvador que anunciaron los profetas de la antigüedad. (Véase Isaías, capítulo 53.) El sacrificio del Verbo de Dios hecho hombre transforma todos nuestros pensamientos con respecto al Supremo Hacedor; lo acerca a nosotros, nos hace entrar en una nueva vida de relación filial, amante, agradecida y gozosa con Aquel que por su inmensa grandeza parecía tan lejos de nuestros espíritus. Por su encarnación y por su sacrificio expiatorio, el Verbo de Dios se convierte en el Salvador amante que ha conquistado nuestras almas, como Él mismo declaró: «Yo si fuere levantado de la tierra a todos atraeré a mí mismo». ¿Podríamos esperar nada mejor del Autor de nuestros espíritus que ha impreso en ellos las ansias de inmortalidad y de felicidad y de justicia que todos tenemos? Ciertamente, el Evangelio responde, tanto a las exigencias de la ley divina como a las necesidades de nuestra conciencia. Lo que el Supremo Hacedor nos ha dado con la venida de Cristo y lo que nos ha hecho sentir con motivo de su muerte, es precisamente lo que necesitábamos tener y sentir; es lo mejor que podía hacerse para lograr los resultados morales que se propuso levantar en los corazones humanos desde antes que el mundo fuese. Por esto exhortamos a nuestros amigos que, al considerar la muerte de Jesucristo, no se limiten a lamentarse sobre Jesús como un mártir de la injusticia humana. No se trata tanto de llorar diciendo: «¡Pobre Señor Jesús, lo que le hicieron padecer aquellos malvados!», sino de decirle de todo corazón: «Gracias, Jesús mío, pues todo esto lo sufriste por mí, te humillaste haciéndote un hombre de carne y huesos siendo el Dios Todopoderoso e infinito para poder sufrir por nosotros; yo te acepto y lo agradezco, Señor mío, como si lo hubieses sufrido exclusivamente por mí. Aplícame el valor de este sacrificio, porque yo creo en Ti y te agradeceré esta ofrenda de amor, no solamente en este breve tiempo que me tengas sobre la tierra, sino “por los siglos de los siglos”». Como dice san Pablo en la carta a los Efesios, «los que antes esperamos en Cristo, hemos de ser para la honra y la gloria de su gracia entre principados y potestades en los cielos por toda la eternidad»; pero para poder hacerlo entonces, debemos empezar ahora.



SAMUEL VILA ¿ES RAZONABLE LA FE CRISTIANA? Pags.41 al 47

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