jueves, 24 de noviembre de 2011

David Berlinski escribe sobre Proceso a Darwin



 

David Berlinski 20 de noviembre de 2011 | Permalink

Con motivo de los 20 años de la publicación de Proceso a Darwin


En 1985, Richard Dawkins publicó El relojero ciego. Allí Dawkins argumentaba que la apariencia de diseño en la naturaleza es un espejismo. Según él, las complejas estructuras biológicas pueden explicarse totalmente por variaciones al azar y la selección natural. Lo que no dice Dawkins es por qué la biología debe ser tan pródiga en espejismos. El relojero ciego captó la imaginación del público, pero en el esfuerzo por conseguir la adhesión del público se dejó bien poca cosa al azar. Aquellos críticos que creían que los sistemas vivos aparentan estar diseñados porque en verdad están diseñados sufrieron un ataque preventivo desde el New York Times. «Así son los hábitos mentakes de los intelectos no cultivados», escribía el biólogo Michael Ghiselin: « -- de los niños, de los salvajes y de los simplones».

Comentarios como éste tuvieron el efecto de una pieza de carne cruda echada sin cuidado entre carnívoros. Hubo una contienda por conseguir el primer bocado. Nadie se preocupó por atacar al ridículo Ghiselin. Era Richard Dawkins quien se había puesto en evidencia, y, detrás de Dawkins, codo a codo, Charles Darwin. Con la publicación de Proceso a Darwin en 1991, Phil Johnson hizo lo que con frecuencia hacen los carnívoros: Mordió.

Johnson era a la sazón profesor de derecho en la Universidad de California en Berkeley, un hombre cuya educación le había dado lo que tienen tan a menudo los grandes abogados, un ojo penetrante para el tema central. La teoría de Darwin, observó Johnson, difícilmente necesita ningún respaldo empírico: Es su propia mejor amiga. «La presuposición dominante en la ciencia evolutiva», escribió, «parece ser que las posibilidades especulativas, sin confirmación experimental, son todo lo que es realmente necesario».

Esto es erróneo sólo hasta allí donde las posibilidades especulativas sin confirmación experimental son a menudo todo lo que es realmente posible.

Cada paleontólogo que ha escrito desde que Darwin publicó su obra maestra en 1859 ha sabido que el registro fósil no ofrece respaldo a la teoría de Darwin. La teoría predecía un continuo de formas biológicas, y en tal magnitud que desde la perspectiva correcta las especies se considerarían como artificios de la taxonomía, como la clasificación de ciertos tamaños en los trajes humanos como fornidos. Las cuestiones acerca del origen de las especies se resolvieron de la mejor forma posible: No hay especies, y por tanto no hay problema. Por cuanto el registro histórico sugería una progresión por separado de formas biológicas fijas, resultaba fatal para el proyecto de Darwin. Tanto más razón, argumentaba Darwin, para descartar la prueba en favor de la teoría. «No pretendo», escribió, «que jamás habría yo sospechado cuán deficiente registro de las mutaciones de la vida se presentaba en la sección geológica mejor preservada, si la dificultad de nuestra falta de descubrimientos de innumerables eslabones de transición entre las especies que aparecieron al comienzo y final de cada formación no gravitase tan pesadamente sobre mi teoría».

Como Johnson observaba, esto es un galimatías para autoprotección.

Son pocos los biólogos serios que en la actualidad estén dispuestos a defender la posición que Dawkins expresó en El relojero ciego. La metáfora sigue siendo deslumbrante, y así el relojero sigue ciego, pero ahora resulta que también es sordo y mudo. Con unos pocos más impedimentos, igual podría estar muerto. La publicación en 1983 por Motoo Kimura de La teoría neutral de la evolución molecular consolidó unas ideas que Kimura había introducido a finales de la década de 1960. A nivel molecular, la evolución es totalmente estocástica, y, si tiene lugar en absoluto, procede por deriva siguiendo un modelo de hojas y corriente. Las teorías de Kimura dejaron como un enigma la emergencia de las estructuras biológicas complejas, pero desempeñaron una importante función en la economía local de la creencia. Permitió a los biólogos afirmar que estaban abiertos a las críticas responsables. «Una crítica del neodarwinismo», alardeaba el biólogo holandés Gert Korthof, «puede incorporarse en el neodarwinismo si hay datos y una buena teoría, lo que contribuye al progreso de la ciencia.»

Con esta norma, si el arcángel Gabriel fuese a aceptar la responsabilidad personal de la explosión cámbrica, sus puntos de vista podrían ser descritos de manera amplia como neodarwinistas.

En Proceso a Darwin, Johnson ascendió majestuosamente por encima del punto usual del escepticismo. Fue el gran caso de Darwin et al contra la Tradición Religiosa Occidental lo que ocupó su atención. Esta batalla había comenzado mucho antes que Johnson comenzase a escribir. Pero el caso no había quedado decidido. No había quedado decidido de manera decisiva y, al modo de un espantoso mutilado, había seguido golpeteando sus muletas por todos los tribunales inferiores del infierno y de Dover, Pennsylvania.

Unos cuantos jueces cabeceantes como Stephen Jay Gould pensaron que resolverían el asunto dividiendo equitativamente entre los litigantes. A la ciencia, Gould le asignó todo lo importante, y a la religión, nada. De esta naturaleza era su teoría del magisterio no coincidente, o NOMA por sus siglas en inglés, un término que sugiere que Gould estaba dotando de una nueva ala al Museo de Arte Moderno. Sirviendo a dos señores, Gould suponía que también los dos le servirían luego a su vez. Estaba equivocado. Al abordar la teoría de la evolución de Darwin, los evolucionistas teístas adoptaron una postura de expectante veneración, imaginando esperanzados que su deferencia les permitiría lamer los platos de varias mesas científicas. Pronto recibieron seguridades de que al haberse acomodado a cambio de nada, que precisamente nada era lo que iban a recibir. Y de gente de la calaña de Ricard Dawkins o Daniel Dennert, Gould recibió lo que él se había merecido.

Y también de parte de Phillip Johnson, pero de forma diferente y con unos fines diferentes en mente.

El sistema científico establecido había creído durante mucho tiempo que en res Darwin et al contra La Tradición Religiosa Occidental, Darwin iba a prevalecer. Esperaban que se les asignaría el gobierno sobre la ideología de una sociedad democrática. Y ya sentían un escozor colectivo en las palmas de sus manos. Los diarios cantaban las alabanzas de Darwin, y los documentales de la televisión —con un narrador jadeante y una selva llena de bichos— celebraban su triunfo. Los conservadores de los museos se precipitaban a construir dioramas darwinistas donde se exhibía a seres humanos ascendiendo, paso a paso, desde algún antiguo cónclave de simios, muy parecido a sala de la facultad de Harvard. Se puso un muy considerable aparato de agitación y propaganda a disposición de la comunidad darwinista.

Y, sin embargo, por mucho que se haya dicho que la teoría de Darwin está más allá de toda reevaluación y crítica, quedó en pie la convicción de que no era así, y que si lo era, no lo era del todo.

«¿Por qué no considerar —decía Johnson— la posibilidad de que la vida es lo que parece ser de forma tan evidente, el producto de una inteligencia creativa?»

Este planteamiento es totalmente razonable. Es la pregunta que toda persona reflexiva se siente inclinada a hacer.

Entonces, ¿por qué no hacerla?

No hay ninguna regla que justifique a la ciencia como institución que excluya tal cosa. Las que se suelen emplear —el naturalismo, la falsabilidad, el materialismo, el naturalismo metodológico— son inútiles como reglas porque está claro que son formas de esquivar la cuestión.

El genetista Richard Lewontin —de Harvard, cosa rara— proporcionaba una respuesta a la pregunta de Johnson que constituye una obra maestra de simplicidad primitiva. Desde luego merece ser citada en extenso y citada en su plenitud:

Nuestra buena disposición a aceptar asertos científicos contrarios al sentido común es la clave para una comprensión de la verdadera lucha entre la ciencia y lo sobrenatural. Nos ponemos del lado de la ciencia a pesar del patente absurdo de algunas de sus construcciones, a pesar de su fracaso al no cumplir muchas de sus extravagantes promesas de salud y de vida, a pesar de la tolerancia de la comunidad científica hacia historias sin fundamento de «porque sí», porque tenemos un compromiso previo, un compromiso con el materialismo. No se trata de que los métodos y las instituciones de la ciencia nos obliguen de alguna manera a aceptar una explicación material del mundo fenomenológico, sino al contrario, que estamos obligados por nuestra adhesión previa a las causas materiales a crear un aparato de investigación y un conjunto de conceptos que produzcan explicaciones materiales, no importa cuán contrarias sean a la intuición, no importa lo extrañas que sean para los no iniciados. Además, este materialismo es absoluto, porque no podemos permitir un Pie Divino en la puerta. Lewis Beck, el eminente erudito sobre Kant, solía decir que cualquiera que pudiera creer en Dios podía creer en cualquier cosa. Apelar a una deidad omnipotente significa permitir que en cualquier momento se puedan quebrar las regularidades de la naturaleza, que pueden suceder milagros.

Hay mucho en estas observaciones que es analíticamente defecuoso. El «compromiso con el materialismo» que Lewontin defiende es apenas lo suficientemente claro para merecer una refutación. La historia de la física sugiere que todo vale si algo funciona. Es una máxima tan útil en la física matemática como en las finanzas internacionales.

Sin embargo, Lewontin, tal como lo comprendió Johnson, había captado apropiadamente la dinámica del Gran Caso, su significado más interno. Lo que queda cuando se substrae el materialismo (o cualquier otra cosa) del compromiso previo de Lewontin es el compromiso previo mismo; y, como sucede con todos dichos compromisos, es un compromiso pase lo que pase. Si hubieran leído la publicación New York Review of Books, los mullahs en Afganistán hubieran comprendido perfectamente a Lewontin. Sólo hubieran estado en desacuerdo con el bando que había escogido.

Las teorías de Darwin tienen correspondientemente menos importancia por lo que explican, que es bien poca cosa, y más importancia por lo que niegan, que es más o menos la clara evidencia de nuestros sentidos. «Darwin —observa amablemente Richard Dawkins— hizo posible ser un ateo intelectualmente satisfecho.»

Pero el Gran Caso, como recuerda Johnson a sus lectores, no ha sido todavía decidido en el único tribunal que cuenta, que es la reflexión considerada de la raza humana. Los esfuerzos por parte de una de las partes por ausentarse del juicio son algo prematuros. Hay demasiado en juego.

Lo mucho que está en juego explica mucho acerca de la retórica que se manifiesta en el debate en los Estados Unidos, su vileza. Biólogos como Jerry Coyne, Donald Prothero, Larry Moran o P. Z. Myers mantienen la opinión de que si no pueden ganar el argumento, lo mejor será no perderlo, y, ¿qué mejor manera de no perder un argumento que insultar al antagonista? Si resulta necesario, el sistema establecido en el ámbito académico de la biología ha estado bien dispuesto a demandar de los Tribunales Federales que hagan lo que no han conseguido hacer ante el tribunal de la opinión pública. Si la ley no está bien dispuesta a actuar por ellos, están bien dispuestos a ignorarla. Después de haberse sentido intimidado por algún tedioso corifeo darwinista, el Centro Científico de California canceló con alegre despreocupación un contrato vigente para exhibir un documental acerca de la Explosión Cámbrica. Bajo la intimidación de algún otro corifeo darwinista, el Departamento de Física en la Universidad de Kentucky negó al astrónomo Martin Gaskell una cátedra en astrofísica que claramente se le debía.

El Centro Científico de California pagó compensación.

La Universidad de Kentucky pagó compensación.

Y como Philip Johnson hubiera podido recordarles, la ley es una espada de dos filos.

En el Instituto Dicovery ofrecemos a menudo una Oración de Acción de Gracias ecuménica al Todopoderoso por personajes como P. Z. Myers, Larry Moran, Barbara Forrest, Rob Pennock y Jeffrey Shallit.

Por Donald Prothero estamos dispuestos a sacrificar un carnero.

¿Y ahora? Tanto los críticos como los defensores de la teoría de Darwin han quedado anonadados ante los datos. Somos beneficiarios de veinte años de brillantes y profundos trabajos de laboratorio en biología molecular y bioquímica. Los sistemas vivientes son más complejos que nunca antes hubiéramos podido imaginar. Son extraños en su organización y naturaleza. No hay ninguna teoría remotamente adecuada ante estos hechos.

Hay algunas indicaciones de que una vez más el diapasón de la opinión está experimentando cambios. Las reivindicaciones del diseño inteligente son demasiado insistentes y demasiado verosímiles para ser frívolamente descartados, y las ineptitudes de la teoría darwinista son demasiado obvias para ser frívolamente toleradas. El tiempo ha confirmado lo que críticos como Phil Johnson han siempre sospechado. La teoría de Darwin es de lejos mucho menos una teoría científica que la posición por defecto de una cosmovisión en la que el universo y todo en el mismo se autoensambla de sí mismo en una procesión mágica sin fin. La tradición religiosa, y con ella un sentido del misterio, del terror y de la grandeza de la vida, siempre ha incorporado percepciones que jamás fueron triviales.

La tierra va subiendo al mismo tiempo que se hunde.

Y este es también un mensaje que Phil Johnson tuvo el placer de comunicar.

NOTA EDITORIAL: David Berlinski escribe para dar una perspectiva de la situación en el actual debate entre la tesis del diseño inteligente, por un lado, y la perspectiva materialista dominante en los medios de comunicación en nuestra sociedad. Su afán en este artículo no es tanto convencer como clarificar, de una manera satíricamente clarividente y reveladora, acerca del fundamento y tácticas retóricas de los proponentes del darwinismo.

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Estos días se cumplen los veinte años de la publicación del libro Proceso a Darwin en inglés, en 1991, y se han cumplido también dieciséis años de la traducción al español de la segunda edición. El libro en español está disponible en su revisión de 2011 para su lectura en línea: PULSE AQUÍ.



David Berlinski recibió su doctorado en filosofía por la Universidad de Princeton, y posteriormente fue investigador postdoctoral en matemáticas y biología molecular en la Universidad de Columbia. Es autor de obras sobre análisis de sistemas, topología diferencial, biología teórica, filosofía analítica y la filosofía de las matemáticas, así como de tres novelas. También ha enseñado filosofía, matemáticas y literatura inglesa en Stanford, Rutgers, la Universidad de la Ciudad de Nueva York y la Université de Paris. Además ha sido miembro investigador en el Instituto Internacional para Análisis Aplicado de Sistemas en Austria y en el Institut des Hautes Études Scientifiques. Vive en París. Para más información, acceda a www.davidberlinski.org


Fuente: Evolution News – Majestic Ascent: Berlinski on Darwin on Trial 20/11/2011
Redacción: Jonathan M © - www.evolutionnews.org Traducción y adaptación: Santiago Escuain — © SEDIN 2011 - www.sedin.org usado con permiso para: www.culturacristiana.org

1 comentario:

  1. Me pareció un planteamiento inteligente el realizado por Phillip Johnson ya que habilmente separó la fe de su analisis y se metió mas en el campo de la pseudociencia, es decir, el campo de batalla predilecto de quienes inventaron la falacia del evolucionismo. El cristianismo quedó en gran medida protegido de ataques con la argumentación inteligente realizada por Johnson.

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